Quiero hacerlo todo bien pero no puedo. Y me lleno
de ansiedades y de miedos. No confío, quiero ser perfecto. Y me alejo de Dios
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Hoy llega su familia a buscar a Jesús.
Llegan sus hermanos. Llegan a buscarlo cuando Él está predicando. Llegan hasta
Él. Quieren hablar con Él. Lo buscan.
Sospechan de Él: “En
aquel tiempo volvió Jesús a casa y se juntó tanta gente, que no los dejaban ni
comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no
estaba en sus cabales”.
Piensan que no está en sus cabales.
Esa afirmación me impresiona. Piensan que está loco,
fuera de sí.
Me sorprende, pero sólo en
parte. Porque Jesús no actúa como actúan todos los jóvenes de su época. No hace
lo que hacen todos. Se sale de la norma. Actúa de una forma nueva.
Se despiertan las sospechas.
Habla con fuerza. Reúne a otros
hombres en torno suyo. Una comunidad. Milagros. Muchos seguidores.
Hace signos visibles del poder
de Dios. Perdona pecados. ¡Cómo no creer que se ha vuelto algo loco! Sana
enfermos y libera a los endemoniados.
Su familia, los más cercanos,
piensan que está fuera de sí, que está enfermo. Quieren tal vez llevarlo de
regreso a Nazaret, protegerlo y protegerse.
Puede que tengan miedo.
Quizás quieren salvar la imagen
de la familia. No aceptan todo lo que hace uno de los suyos. Me sorprende esa
mirada sobre Jesús. No creen tal vez en la misericordia de Dios. En el amor
infinito que me salva.
No
creen que Jesús sea Dios de verdad. Era el hijo de un carpintero. Temen por su vida. Son la
familia de aquel que parece estar loco.
Jesús hoy no se incomoda al oír
hablar de su familia. Conoce sus dudas y sus miedos. No hace caso y sigue
predicando.
Pero entonces insisten: “Llegaron
su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía
sentada alrededor le dijo: – Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te
buscan. Les contestó: – ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y paseando la
mirada por el corro, dijo: – Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple
la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.
Su madre y sus hermanos. María
no piensa que está fuera de sus cabales. Pero tal vez teme por su vida. Quiere
protegerlo. Quiere que salga.
Y entonces Jesús habla de la
actitud del discípulo. El que cumple la voluntad de Dios. El que
escucha el querer de Dios y lo hace vida. Ese es de su misma sangre.
Yo
puedo llegar a ser familia de Jesús si hago lo que Dios quiere de mí. Y no me dejo tentar por el demonio. Y
no me dejo llevar lejos de Dios. Y no me endurezco.
Jesús me necesita a mí. Quiere
que lo siga, que esté con Él para cambiar el mundo. Me necesita en mi pobreza,
en mi debilidad.
No le importa mi perfección. No
desea que no cometa errores. Sabe que los voy a cometer. Pero quiere que me
abra a la misericordia.
Soy su familia cuando deseo
hacer siempre su voluntad aunque caiga, aunque no haga siempre lo que me pide. Dios
tiene misericordia. Es paciente con mi miseria.
Decía santa Teresa de Calcuta: “Sí,
tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. Pero Él baja y nos
usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el mundo, a pesar de
nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos. Él depende de
nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo ama”.
Me gusta mirar así mi vida. Dios
sí está en sus cabales. Soy yo el que me cierro tantas veces a la salvación y
pierdo mi juicio.
Quiero
hacerlo todo bien pero no puedo. Y me lleno de ansiedades y de miedos. No
confío, quiero ser perfecto. Y me alejo de Dios.
No creo en su misericordia. No
creo que pueda hacer conmigo una gran obra. ¡Me siento tan pequeño!
Me gustaría ser como Dios. Pero
soy hombre empecatado y pobre. Necesitado de misericordia. Humillado.
Saber que Dios depende de mí
para regalar su amor me turba. Me siento tan incapaz… Yo soy su madre, su
hermano, su familia.
Soy yo aquel en quien Él se hace
presente. En mis manos su cuerpo, en mi voz su perdón, en mis gestos
torpes su amor infinito.
Él me necesita. Soy de los
suyos, de su sangre. Pero no porque lo haga todo bien. Sino porque me ha
llamado y me ha dicho que me ama.
Y yo quiero entonces hacer vida
en mí lo que Él me pide. Lo que Él sueña para mí.
Ese consuelo me levanta cada
mañana, me anima, me da fuerzas. Me hace mejor persona. Saca lo mejor que hay
en mi alma enferma.
Me alegra creer que mi pecado no
me limita, no me ata, no me priva de su amor.
Sólo cuando dejo de creer en su
misericordia es cuando muero. Sólo cuando veo la oscuridad y me quedo en ella,
me endurezco. Sólo cuando me atormento pensando que no tengo fuerzas para
caminar.
Hoy
confío en su amor inmenso.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia