Esa forma de vivir de otros que no comparto o las
incongruencias de mi propia vida me hacen sentir como un nudo en el estómago...
![]() |
Shutterstock |
Con frecuencia me veo sin paz. Quiero ser
paciente, pacífico, tranquilo, ecuánime, justo, moderado, prudente. Y me
encuentro con otra versión de mí mismo. Algo diferente a lo esperado.
Es como si dentro de mi alma
naciera una duda profunda. Juzgo la realidad que me rodea sin encontrar la paz
que busco. Determino lo que está bien y lo que está mal. O al menos es así como
lo veo.
Me
gustaría no caer en la crítica sin misericordia. Me pregunto qué es lo que me
quita más la paz. Si
esa forma de vivir de otros, la cual no comparto. O las incongruencias de mi
propia vida que no responde al ideal que persigo. No sé la respuesta.
El otro día leía: “La
persona madura no pierde la paz frente a la tensión y, por otra parte, es capaz
de mantenerse en esa situación, mostrando así una
libertad de fondo que no se extravía en medio de las dificultades y los
posibles conflictos,
como la falta de aprobación por parte de los demás o la crítica a raíz de un
comportamiento coherente con la propia opción de vida”[1].
No tengo siempre razones que justifiquen
todos mis actos. No tengo la madurez que envidio en otros. Cuando
menos lo espero pierdo la paz y brota la ira.
Me gustaría tener un corazón
como el de Jesús. Calmado, lleno de fuego y luz, apacible. Un corazón algo más
roto que el mío. Y algo más lleno de misericordia infinita.
Me sorprendo a veces pensando
mal de los que me rodean. No me reconozco en mis pensamientos oscuros.
¿Por qué no son de Dios?
Mi corazón va por un lado
mientras que mi cabeza busca razones que calmen mi deseo de verdad. Quisiera
que estuvieran unidos en mí la voluntad, el corazón y la cabeza.
Pero compruebo una y otra vez que siguen normas propias y se adentran por
caminos diferentes.
De vez en cuando siento una mano
amiga que toca mi alma por dentro. Y calma muy lentamente los nervios que
tengo, mis ansias, mis pasiones.
Y siento de repente la fuerza
del Espíritu de Dios que acalla todos mis miedos. Dejo
de temer al que piensa diferente a mí, sin sorprenderme.
Me acostumbro a tocar el cielo
con las manos pobres que Dios me ha dado. Pero a veces quiero que el mundo al que amo esté
en un orden perfecto. O deseo al menos que algunos tengan
esa perfección en sus vidas que yo no poseo.
Me detengo mirando al sol y pensando
en todo aquello que me quita la paz. Un nudo en el estómago. Un nervio
profundo. Busco raíces ocultas en el fondo del alma.
Percibo
miedos inconfesables, inseguridades reconocibles, tentaciones insuperables. Y
al final siempre de nuevo veo mi pecado.
En medio de esa maraña que
descubro en mí, ese mundo de emociones que no controlo, escucho una voz callada
que me dice: “Mi
gracia te basta”. Y yo me lo creo.
Pero a veces me confundo y me
creo que no basta para salir adelante. Que no es suficiente su gracia para
vencer mi torpeza.
Sueño con esa armonía que mi
alma desea. Es un don que pido cada día para seguir adelante. Sólo deseo esa
gracia que tal vez Dios me conceda.
Mientras tanto, en
medio de mis debilidades y pecados, camino confiado. No creo
que todo lo que haga esté mal hecho. Y tampoco creo que todo lo que haga sea
perfecto.
Esa certeza de la imperfección
me acompañará siempre. No para quebrar mi voluntad en medio de los miedos, ni
mi ánimo. Sino para sujetar mis brazos en medio de la lucha.
Quiero hollar caminos que no
conozco y recorrer sendas que nunca he pisado. Sé que temblaré a veces cuando
la tormenta arrecie.
Pero no por ello me desanimo ni
dejo de caminar un día más, una jornada más, una montaña más. No importa.
Quiero cambiar el mundo con mis
manos tan pobres. Y llenar el vacío que siente mi alma enferma. No de cosas, ni
de bienes, sino de un amor más hondo que lo llene todo.
Quiero levantar al caído para
que no se rompa. Sostener al que tiembla cuando nadie responda. Pero sé también
que mi yo a veces es demasiado fuerte. Lo llamo orgullo.
Y prefiere el egoísmo como
camino de vida. En esa lucha eterna se debate mi alma. Esperando ese día sin
retorno en el que tocaré a Dios con mis propias manos y dejaré mis miedos, mi
cansancio y mis dolores en sus manos llagadas.
Y sonreiré al fin como los niños
después de tanta lucha. Abrazado en su regazo. Soñando días eternos
para siempre.
[1] Giovanni Cucci SJ, La
fuerza que nace de la debilidad
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia