Puedes encontrarle en cada persona, por aburrida o
limitada que sea
pexel |
A menudo le digo a los esposos que en el
otro cada uno ha de ver a Jesús. Tocar en sus manos la piel de
Dios. Y escuchar en sus palabras susurros del cielo.
Pero luego es tan difícil traspasar
ese límite humano que tan bien conozco… Resulta complicado trascender a quien
amamos y ver detrás de su rostro el de Jesús oculto.
A
veces busco las huellas de Dios en lo extraordinario. En experiencias fuertes que toquen el
corazón. Que demuestren que Dios me ama, que Dios existe.
¿Cómo
tolerar el límite que me duele en aquel al que amo, y ver detrás a Dios
omnipotente? ¿Cómo
ver en el amor condicionado que me tienen los otros una huella de un amor
incondicional y eterno?
Hace falta una mirada que yo mismo
no tengo.
Si me hablan de la santidad de
una persona lejana, asiento y me conmuevo. Pero si con la misma emoción me
hablan de la santidad de alguien conocido, me rebelo.
Yo sé bien cómo es. Lo he
probado en mi carne. Conozco sus límites y sus torpezas. He vivido sus
incongruencias y he tocado sus caídas. Sé muy bien de qué color es la piel de
su alma.
No me sorprende su debilidad.
Pero no acepto que otros pretendan enaltecer al que yo humillo con mis críticas
y desprecios.
No
tolero una santidad de andar por casa. Una santidad cercana, demasiado humana, demasiado frágil.
Me creo que lo santo, lo
sagrado, está totalmente despegado de la carne mortal. Busco al Dios lejano,
muy distante de mi vida.
Decía el padre José Kentenich: “Este
es el problema de la actualidad. Buscar a Dios, hallar a Dios, amar a Dios… en
todas las cosas. Detengámonos pues en la creación; no ascendemos directa sino
indirectamente a Dios. Se trata siempre de la mediatez de Dios. No como si no
se buscase también la inmediatez de Dios. La definición de la santidad de la
vida diaria nos ofrece una respuesta en este sentido”[1].
Necesito
encontrarme a Dios en lo más humano y pobre de mi vida. Allí me está hablando. Dios me ama tanto
que se hace parte de mi camino y de mi historia.
Se mete hasta el fondo. Está
escondido en mi corazón, en la Eucaristía. Se acerca a mis caminos cada día, a
mis esquinas y encrucijadas. En mi historia pequeña, en mi orilla cotidiana, en
mi mar.
Dios viene siempre. Esa es la
verdad de mi vida. El camino de santidad que me propone pasa por ahí. Por
pertenecer a Dios en medio de mi mundo. Por ser perfecto siendo imperfecto. Por
amar con su amor amando con mi amor limitado. Es la única
forma de llevar una vida según Dios.
No es la santidad perfecta la
que de verdad quiero. Quiero ver a Dios actuando en los límites de aquel a
quien amo. Ver a Dios abriéndose paso por su carne. No me escandalizan sus
límites. Ni saber de dónde viene, cómo vive y lo que hace.
Un sacerdote recién ordenado
comentaba: “Después de la ordenación siento que sigo siendo el mismo.
Algo ha cambiado en lo más profundo, eso lo sé, pero sigo teniendo mi misma
carne enferma. No he dejado de ir al baño, de comer y otras necesidades tan
básicas. No vivo en el espíritu, anclado en una nube. Mis pasiones siguen
estando ahí. Mis fuerzas interiores. Sigo soñando y deseando lo eterno. Y me
sigue turbando mi pecado. Pero algo ha cambiado. Noto a Jesús abriéndose paso
por mi carne”.
Consagrarme
a Dios significa entregar mi debilidad en sus manos sagradas. Saber que mi torpeza me acompañará cada
día.
He desarrollado una mirada más
profunda para ver más allá de esa apariencia real que me escandaliza. Toco
el pecado de mi Iglesia. En la carne visible. Me duele. Veo
también la santidad sobre débiles hombros. Me asombra.
Veo la luz y la oscuridad
abriéndose paso por la misma piel. Y no dejo de dar gracias al cielo. No
quiero escandalizarme como esos hombres que se alejan de Dios hecho carne. Quieren
matarlo. Dudan de sus palabras. Desprecian su vida en Nazaret.
Quiero ser capaz de ver la
bondad detrás del pecado. Ver la luz detrás de la noche. Una
mirada confiada en la bondad del hombre es lo que necesito.
Aunque me tachen de inocente.
Creo
en una segunda oportunidad,
después de haber fallado. En el perdón que sana las heridas y entierra para
siempre el rencor guardado. Creo en lo que Dios puede hacer conmigo si le dejo
hacer milagros.
Le digo que sí conociendo mis
límites y viendo que lo que me pide es infinito. Soy mediocre sin llegar a
acariciar los ideales que predico. No me desespero.
Dios tiene sus tiempos y yo
pongo mi vida en sus manos pidiendo paciencia. Descubro a Dios brillando en lo
oculto. Acepto lo humano como es y veo allí un destello divino que lo cambia
todo.
Esa forma de mirar es la que
quiero. La inocencia de los niños la que suplico. Para no sospechar de todo lo
que no conozco. Y aceptar la verdad oculta en la piel humana.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia