Desde su bautismo, cada cristiano es un profeta
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No es fácil aceptar lo que Dios me pide.
Coger la vida en mis manos y ponerme en camino. Y de golpe acabar siendo
profeta.
No me veo capacitado cuando
Jesús me llama a seguir sus pasos. Me pide que lo deje todo. Que deje mis
higos, mis campos y me ponga en camino a hacer lo que no sé hacer.
La
vocación de profeta tiene sus peligros. El profeta anuncia y denuncia. Anuncia un mundo nuevo, una esperanza
desconocida.
Denuncia lo que no está bien, lo que no
corresponde con el amor de Dios. Esa misión es compleja. Faltan
las fuerzas y el corazón se cansa de sembrar semillas de eternidad.
El profeta no es el centro del mensaje. El centro sigue siendo Jesús, eso me
libera.
Como escribe el poeta Óscar
Romero: “Es
posible que no veamos los resultados finales. Pero ahí está la diferencia entre
el maestro de obras y el albañil. Somos albañiles, no maestros de obra,
ministros, pero no el Mesías. Somos los profetas de un futuro que no es el
nuestro”.
Esa vocación de profeta
despierta mi anhelo. Me siento muy lejos de ser un profeta. De ser como Jesús.
De hablar con mi vida de Jesús.
El otro día leía: “Lo
que se respira junto a Jesús es inusitado, algo verdaderamente único. Su
presencia lo llena todo. Él es el centro. Lo decisivo es su persona, su vida
entera, el misterio del profeta que vive curando, acogiendo, perdonando,
liberando del mal, amando apasionadamente a las personas por encima de toda
ley, y sugiriendo a todos que el Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas es
así: amor insondable y sólo amor”[1].
Jesús me enseña una forma nueva de
ser profeta. Estoy llamado a anunciar su misión siendo
yo Él mismo que viene a llenar los corazones de los hombres.
Decía el padre José Kentenich en
1949: “Se
trata de un cambio de forma de la Iglesia y de la sociedad. Eso hace que
aumente la inseguridad. No basta con refugiarse en un lugar seguro y esperar
que pase la tormenta, con la esperanza de encontrar todo como estaba antes”.
Y añadía: “La misión de profeta trae suerte de
profeta”. Y la suerte del profeta es muchas veces la
muerte.
El
profeta no predice el futuro. Simplemente habla desde la verdad revelada por
Dios en su corazón.
No puede callar. No puede
transar. No puede amoldarse a lo que todos piensan para no experimentar
el desprecio y el rechazo. Esa actitud supone una gran
renuncia.
El profeta tiene que renunciar
incluso a lo que ama para ponerse en camino hacia donde Dios lo llama. El
sacrificio del amor por ser fiel a una llamada que exige dar la vida.
Me
da miedo perder el alma de profeta. Conformarme con el mundo en el que vivo. Adaptarme a la realidad que me enamora.
Dejar de mostrar con mi vida el rostro de un Dios enamorado. De un Dios que se
pone en camino en mis manos, en mis pies, en mis voces, en mis gestos. Un Dios
que me necesita para que profetice y le prepare el camino.
El
profeta anuncia.
Muestra el amor de Dios. Muestra la misericordia de un Dios que ha dado la vida
por el hombre.
Me
da miedo acomodarme.
Perder la mirada de profeta que ve más allá de lo que toca. Esa mirada profunda
que sueña con una Iglesia libre, pobre, profunda, descalza, no acomodada. Con
un cristianismo lleno de novedad y no de lo de siempre.
Una forma de mirar la vida más
audaz, más valiente. Me gusta esa forma de mirar del profeta, que ve lo que es
mejorable y lo denuncia. Habla de lo que el hombre puede llegar a hacer si se
deja hacer por Dios en primer lugar.
El profeta no elige ser profeta.
Lo llaman para serlo. Sé que desde mi bautismo soy profeta del Señor.
No quiero olvidarlo porque luego la vida pasa rápido y lo urgente tiene
prioridad sobre lo importante.
Necesito romper los esquemas que
me atrapan. Dejar mis higos que me hablan de comodidad. Dejar mis campos donde
estoy atrincherado. Y ponerme
en camino. Aunque duela dar la vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia