El mayor peligro de la Iglesia es siempre su poder
y mi mayor peligro es creer que tengo derecho a algo
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Jesús envía a los suyos a la misión sin
nada que les dé seguridad:
“Les
encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni
alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto”.
Les dice que vayan sin muchas
cosas, como Él. Sin túnica de repuesto, sin demasiadas previsiones. Abiertos
a recibir, vacíos para llenarse de lo que otros les den. Pobres.
Libres. Alegres. Como Jesús.
Me gusta pensar que Jesús me
manda a la misión sin nada. Sólo con la fuerza de su Espíritu.
Al mismo tiempo me sobrecoge.
Me
cuesta ir sin seguros, sin medios humanos que me den protección.
A menudo me veo tan desprovisto
de capacidades en medio de este mundo tan competitivo… Me veo frágil,
indefenso, inculto, inmaduro. Y pienso que me faltan tantas cosas para poder
cambiar el mundo. Ese mundo que sé que puede ser mucho mejor.
¿Qué puedo hacer yo para cambiar
algo?
Al escuchar estas palabras de
Jesús algo de paz llega a mi alma. Jesús sólo quiere que vaya donde Él me
pide. No me exige llevar dos capas, ni dinero, ni medios
humanos.
A
menudo creo que el poder de la Iglesia es material. Son sus obras y posesiones las que
cuentan. Son las capacidades intelectuales de los que defienden la fe las que
tienen peso. Su fuerza y su entrega. El dinero y la influencia.
Se
me olvida que la Iglesia nace en lo alto de un madero. Pende entre el cielo y la tierra de una
cruz bendita.
No nace en el éxito de una
batalla ni en la conquista de una meta inalcanzable. Nace del costado abierto
de Jesús, de la sangre y del agua. Nace de un Jesús pobre, desprovisto de todo,
vacío, impotente.
Me conmueve pensar que Jesús
manda a los discípulos por los caminos sin nada. Para que aprendan a confiar en
Él. Para que no corran el peligro de refugiarse en su
poder. Para que no tengan tentaciones muy humanas.
Sé que el
mayor peligro de la Iglesia es siempre su poder. Y mi mayor peligro es creer
que tengo derecho a algo. Es pensar que soy yo con mis
dones y talentos el que consigue que el reino de Cristo se haga presente en la
tierra. Es caer en la tentación del prestigio y el reconocimiento.
Me da miedo esa tentación mía de
querer buscar las seguridades humanas. Pero sé al mismo tiempo que me da
mucho miedo ir sin nada por la vida. Sin seguros, sin
posesiones.
Esa forma de vivir supone
confiar plenamente en el poder de Dios. Y no está hecho mi corazón para la
confianza.
Desconfío
de ese Dios que aparentemente se esconde debajo de la rutina. Que parece no estar allí donde
aparentemente no hay nada. Pero está de verdad esperándome.
Siento que Jesús me pide que
rompa hoy las amarras y confíe. Que me deje llevar lejos de mis seguridades por
sus manos llagadas. Esa confianza es la que me capacita para la
misión. Aunque no tenga nada sobre lo que apoyarme. Salvo el
entusiasmo por haber sido enviado.
Dice el padre José Kentenich: “Lo
que dice san Pablo sobre su misión de apóstol deberíamos poder decirlo también
de nuestra misión de cristianos y sacerdotes. Los primeros cristianos estaban
tan entusiasmados por su misión y convencidos de ella que, a pesar de su escaso
número, se animaban a decir: – Somos el alma del mundo. Lamentablemente
la cristiandad actual ha perdido en gran medida esta victoriosa fe en la
misión. De ahí que haya tanto cansancio, tristeza, parálisis”[1].
¿Soy
yo el alma del mundo? ¿Estoy cambiando el mundo?
No se cambia el mundo a base de
decretos. De golpes de efecto. El poder que da el mundo no puede cambiar
el mundo. Es imposible.
El que tiene el poder quiere
retenerlo. Y necesita que el mundo no cambie. El que ha llegado a la cima del
reconocimiento sólo puede empezar a caer.
Para evitarlo tendrá que
sujetarse con todas sus fuerzas para no perder la vida. Tendrá incluso que
renunciar a sus principios, transar, llegar a acuerdos y alianzas para no
perder.
En ese momento ya no le
importará tanto cambiar el mundo. Justificará la defensa de su poder para estar
tranquilo en su conciencia. Dará más valor al mundo y no querrá cambiar el
lugar en el que se encuentra y le da seguridad.
Me gusta la invitación que me
hace Jesús a dejarlo todo. No quiero cambiar el mundo con mis medios humanos.
Jesús quiere que me ponga en sus
manos. Que lo deje todo a un lado para seguir sus pasos. Y confiar. Sin
seguros. Sin poder.
Comenta el siquiatra Enrique
Rojas: “La
felicidad en el mundo actual, para muchos queda reducida a bienestar,
seguridad, nivel de vida o posición económica. La felicidad consiste en hacer
algo que merezca la pena con la propia vida”.
La felicidad no consiste en
retener una posición de poder desde la que cambiar a los demás. Ese lugar no me
da la felicidad.
Quiero hacer algo que merezca la
pena con mi vida. Cambiar el mundo cambiando yo como paso previo. Es el camino
de la felicidad a través del despojo. Porque me haré libre y no tendré nada que
defender.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia