En
el primer discurso pronunciado en Irlanda para participar en el Encuentro
Mundial de las Familias de Dublín, el Papa Francisco condenó nuevamente el
crimen de los abusos a menores cometidos por miembros del clero
![]() |
| Un momento del discurso del Papa en el Castillo de Dublín. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
En
su discurso, pronunciado en el Castillo de Dublín ante las autoridades,
representantes de la sociedad civil y miembros del cuerpo diplomático, el Santo
Padre afirmó que “el fracaso de las autoridades eclesiásticas –obispos,
superiores religiosos, sacerdotes y otros– al afrontar adecuadamente estos
crímenes repugnantes ha suscitado justamente indignación y permanece como causa
de sufrimiento y vergüenza para la comunidad católica”.
A continuación, el texto
completo pronunciado por el Papa Francisco:
Taoiseach
(Primer Ministro), Miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático, Señoras y
señores:
Al
comienzo de mi visita en Irlanda, agradezco la invitación para dirigirme a esta
distinguida Asamblea, que representa la vida civil, cultural y religiosa del
país, junto al Cuerpo diplomático y a los demás asistentes.
Doy
las gracias por la acogida amistosa que me ha dispensado el Presidente de
Irlanda y que refleja la tradición de cordial hospitalidad por la que los
irlandeses son conocidos en todo el mundo. Valoro además la presencia de una
delegación de Irlanda del Norte.
Como
sabéis, la razón de mi visita es la participación en el Encuentro Mundial de
las Familias, que se realiza este año en Dublín. La Iglesia es efectivamente
una familia de familias, y siente la necesidad de ayudar a las familias en sus
esfuerzos para responder fielmente y con alegría a la vocación que Dios les ha
dado en la sociedad.
Este
Encuentro es una oportunidad para las familias, no solo para que reafirmen su
compromiso de fidelidad amorosa, de ayuda mutua y de respeto sagrado por el don
divino de la vida en todas sus formas, sino también para que testimonien el
papel único que ha tenido la familia en la educación de sus miembros y en el desarrollo
de un sano y próspero tejido social.
Me
gusta considerar el Encuentro Mundial de las Familias como un testimonio
profético del rico patrimonio de valores éticos y espirituales, que cada
generación tiene la tarea de custodiar y proteger.
No
hace falta ser profetas para darse cuenta de las dificultades que las familias
tienen que afrontar en la sociedad actual, que evoluciona rápidamente, o para
preocuparse de los efectos que la quiebra del matrimonio y la vida familiar
comportarán, inevitablemente y en todos los niveles, en el futuro de nuestras
comunidades.
La
familia es el aglutinante de la sociedad; su bien no puede ser dado por
supuesto, sino que debe ser promovido y custodiado con todos los medios
oportunos.
Es
en la familia donde cada uno de nosotros ha dado los primeros pasos en la vida.
Allí hemos aprendido a convivir en armonía, a controlar nuestros instintos
egoístas, a reconciliar las diferencias y sobre todo a discernir y buscar
aquellos valores que dan un auténtico sentido y plenitud a la vida.
Si
hablamos del mundo entero como de una única familia, es porque justamente
reconocemos los nexos de la humanidad que nos unen e intuimos la llamada a la
unidad y a la solidaridad, especialmente con respecto a los hermanos y hermanas
más débiles.
Sin
embargo, nos sentimos a menudo impotentes ante el mal persistente del odio
racial y étnico, ante los conflictos y violencias intrincadas, ante el
desprecio por la dignidad humana y los derechos humanos fundamentales y ante la
diferencia cada vez mayor entre ricos y pobres.
Cuánto
necesitamos recobrar, en cada ámbito de la vida política y social, el sentido
de ser una verdadera familia de pueblos. Y de no perder nunca la esperanza y el
ánimo de perseverar en el imperativo moral de ser constructores de paz,
reconciliadores y protectores los unos de los otros.
Aquí
en Irlanda dicho desafío tiene una resonancia particular, cuando se considera
el largo conflicto que ha separado a hermanos y hermanas que pertenecen a una
única familia. Hace veinte años, la Comunidad internacional siguió con atención
los acontecimientos de Irlanda del Norte, que llevaron a la firma del Acuerdo
del Viernes Santo.
El
Gobierno irlandés, junto con los líderes políticos, religiosos y civiles de
Irlanda del Norte y el Gobierno británico, y con el apoyo de otros líderes
mundiales, dio vida a un contexto dinámico para la pacífica resolución de un
conflicto que causó enormes sufrimientos en ambas partes.
Podemos
dar gracias por las dos décadas de paz que han seguido a ese Acuerdo histórico,
mientras que manifestamos la firme esperanza de que el proceso de paz supere
todos los obstáculos restantes y favorezca el nacimiento de un futuro de
concordia, reconciliación y confianza mutua.
El
Evangelio nos recuerda que la verdadera paz es en definitiva un don de Dios;
brota de los corazones sanados y reconciliados y se extiende hasta abrazar al
mundo entero. Pero también requiere de nuestra parte una conversión constante,
fuente de esos recursos espirituales necesarios para construir una sociedad
realmente solidaria, justa y al servicio del bien común.
Sin
este fundamento espiritual, el ideal de una familia global de naciones corre el
riesgo de convertirse solo en un lugar común vacío. ¿Podemos decir que el
objetivo de crear prosperidad económica conduce por sí mismo a un orden social
más justo y ecuánime? ¿No podría ser en cambio que el crecimiento de una
“cultura del descarte” materialista, nos ha hecho cada vez más indiferentes
ante los pobres y los miembros más indefensos de la familia humana, incluso de
los no nacidos, privados del derecho a la vida?
Quizás
el desafío que más golpea nuestras conciencias en estos tiempos es la enorme
crisis migratoria, que no parece disminuir y cuya solución exige sabiduría,
amplitud de miras y una preocupación humanitaria que vaya más allá de
decisiones políticas a corto plazo.
Soy
consciente de la condición de nuestros hermanos y hermanas más vulnerables
—pienso especialmente en las mujeres que en el pasado han sufrido situaciones
de particular dificultad—. Considerando la realidad de los más vulnerables, no
puedo dejar de reconocer el grave escándalo causado en Irlanda por los abusos a
menores por parte de miembros de la Iglesia encargados de protegerlos y
educarlos.
El
fracaso de las autoridades eclesiásticas —obispos, superiores religiosos,
sacerdotes y otros— al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes ha
suscitado justamente indignación y permanece como causa de sufrimiento y
vergüenza para la comunidad católica. Yo mismo comparto estos sentimientos.
Mi
predecesor, el Papa Benedicto, no escatimó palabras para reconocer la gravedad
de la situación y solicitar que fueran tomadas medidas «verdaderamente
evangélicas, justas y eficaces» en respuesta a esta traición de confianza (cf.
Carta pastoral a los Católicos de Irlanda, 10). Su intervención franca y
decidida sirve todavía hoy de incentivo a los esfuerzos de las autoridades
eclesiales para remediar los errores pasados y adoptar normas severas, para
asegurarse de que no vuelvan a suceder.
Cada
niño es, en efecto, un regalo precioso de Dios que hay que custodiar, animar
para que despliegue sus cualidades y llevar a la madurez espiritual y a la
plenitud humana. La Iglesia en Irlanda ha tenido, en el pasado y en el
presente, un papel de promoción del bien de los niños que no puede ser
ocultado.
Deseo
que la gravedad de los escándalos de los abusos, que han hecho emerger las
faltas de muchos, sirva para recalcar la importancia de la protección de los
menores y de los adultos vulnerables por parte de toda la sociedad. En este
sentido, todos somos conscientes de la urgente necesidad de ofrecer a los
jóvenes un acompañamiento sabio y valores sanos para su camino de crecimiento.
Queridos
amigos:
Hace
casi noventa años, la Santa Sede estuvo entre las primeras instituciones
internacionales que reconocieron el libre Estado de Irlanda. Aquella iniciativa
señaló el principio de muchos años de armonía y colaboración solícita, con una
única nube pasajera en el horizonte.
Recientemente,
gracias a un esfuerzo intenso y a la buena voluntad por ambas partes se ha
llegado a un restablecimiento esperanzador de aquellas relaciones amistosas
para el bien recíproco de todos.
Los
hilos de aquella historia se remontan a más de mil quinientos años atrás,
cuando el mensaje cristiano, predicado por Paladio y Patricio, echó sus raíces
en Irlanda y se volvió parte integrante de la vida y la cultura irlandesa.
Muchos “santos y estudiosos” se sintieron inspirados a dejar estas costas y
llevar la nueva fe a otras tierras.
Todavía
hoy, los nombres de Columba, Columbano, Brígida, Galo, Killian, Brendan y
muchos otros son honrados en Europa y en otros lugares. En esta isla el
monacato, fuente de civilización y creatividad artística, escribió una
espléndida página de la historia de Irlanda y del mundo.
Hoy,
como en el pasado, hombres y mujeres que habitan este país se esfuerzan por
enriquecer la vida de la nación con la sabiduría nacida de la fe. Incluso en
las horas más oscuras de Irlanda, ellos han encontrado en la fe la fuente de
aquella valentía y aquel compromiso que son indispensables para forjar un
futuro de libertad y dignidad, justicia y solidaridad. El mensaje cristiano ha
sido parte integrante de tal experiencia y ha dado forma al lenguaje, al
pensamiento y a la cultura de la gente de esta isla.
Rezo
para que Irlanda, mientras escucha la polifonía de la discusión político-social
contemporánea, no olvide las vibrantes melodías del mensaje cristiano que la
han sustentado en el pasado y pueden seguir haciéndolo en el futuro.
Con
este pensamiento, invoco cordialmente sobre vosotros y sobre todo el querido
pueblo irlandés bendiciones divinas de sabiduría, alegría y paz. Gracias.
Fuente:
ACI Prensa






