Hay tanta soledad en el mundo que hoy toco...
Shutterstock |
Jesús llama a sus discípulos para estar con
Él. Han
obedecido el mandato. Han pasado el día llevando la Palabra de Dios, sanando a
los enfermos, liberando a los endemoniados: “Los apóstoles se reunieron con Jesús y le
contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado”.
Es bonita su actitud. Salen en
obediencia. Recorren los poblados llevando la esperanza. Y al regresar por la
noche lo cuentan todo.
Cuentan lo bueno y lo malo. Las
victorias y las derrotas. Sus miedos y sus actos de valor. Cuentan su debilidad
y se alegran al ver frutos que no imaginaban. Hablan con honestidad. Cuentan todo lo que
han vivido. Me gusta esa mirada tan sincera.
A
veces me gusta contar sólo lo bueno. Aquello en lo que me ha ido bien. Hablo de las victorias, no
de las derrotas. De mis éxitos, no de mis fracasos. Oculto la cara fea de mi
día, de mi vida. Como si pudiera tapar la fealdad para que sólo se viera la
belleza.
En
ocasiones no cuento mucho.
Siento que callo y oculto parte de mi vida. No lo necesito, me digo. Hay
tanta soledad en el mundo que hoy toco…
Tantas personas que viven solas.
No tienen a nadie a quien contarle su día cuando llegan cansadas a casa. No
pueden compartir sus alegrías. Ni hacer sus tristezas más llevaderas.
Yo
también necesito contar lo que me ha pasado. Pero no siempre alguien me
escucha. No encuentro un corazón atento. Una mirada cómplice. Y entonces, en
lugar de contar, callo.
Y
me digo que no pasa nada.
Que es normal. Puedo estar solo rodeado de muchas personas.
Eso no importa. Mi soledad la llevo dentro.
Necesito
comunicarme. Necesito aprender a escuchar al que se comunica. Al que quiere
romper la barrera de su aislamiento.
Así es Jesús, Él escucha. Así
estoy llamado a ser yo. Comenta el padre José Kentenich: “Ausculta
atentamente el tiempo, escucha los lamentos de tanta gente que se debate en la
soledad y el aislamiento; tanta gente que a pesar del bienestar
material, a pesar de compartir una mesa, nunca alcanza la paz interior, no
logra la comunión con el prójimo, no logra elevarse junto con su prójimo a Dios”[1].
Hay tanta gente sola a mi
alrededor… Yo mismo estoy solo. Necesito comunicarme. Contar lo que me sucede.
Los discípulos lo harían entre
ellos en primer lugar. Luego, al atardecer, le cuentan a Jesús. ¿Le
cuento yo a alguien mi vida, lo que me sucede? ¿Se lo
cuento también a Dios?
El
empobrecimiento de mi vida de oración me ahoga. No soy capaz de contarle a Dios
lo que me sucede. No le abro mi alma para que entre. Me guardo todo con pudor, con miedo.
En mi vida tengo fracasos.
Muchas veces son pequeñas torpezas. Caídas y derrotas. Quise llegar a las
alturas y me quedé caminando por el valle. Quise vencer todas las tentaciones y
me dejé seducir por ellas.
No me gusta mirar mucho tiempo
lo que he hecho mal. En parte lo hago para sobrevivir, o para vivir con más
entusiasmo.
No me hace bien quedarme
llorando eternamente ante la leche derramada. Decido seguir adelante y paso la
página. Es bueno.
Pero también
es necesario llorar por la pérdida. Aceptar la derrota. Mirar
cara a cara aquello que me ha salido mal. Quiero ser capaz de aprender de lo
que he perdido.
Comenta Enrique Rojas: “La
derrota es lo que te hace crecer como persona, si sabes aprender las lecciones
que te da. La
derrota enseña lo que el éxito oculta. Es la lucidez del perdedor, la nitidez
de captar lo que la vida nos da cuando pasa delante de nosotros”.
Así quiero mirar mi día, mis
caídas y tentaciones. Así quiero hacer frente a lo que no controlo. Miro
agradecido lo que he logrado y aquello en lo que he fracasado. No importa. Me
sirve para mirar hacia delante. Para seguir luchando.
Salí
enviado a la misión por Jesús. Regreso agradecido por haber sido fiel en la
lucha. No vuelvo para
gloriarme de mis victorias, porque es Jesús el que hace los milagros.
Vuelvo feliz porque he podido
ser fiel a su envío. Y Jesús me espera sonriendo al final del día. Soy un
servidor fiel, sólo eso.
No
importa lo que haya hecho bien. No es tan relevante lo que no me ha resultado. Mis precipitaciones, mis perezas y
egoísmos, mis miedos y bloqueos. No importa.
Jesús va conmigo en medio de esa
lucha diaria. Me envía para que cambie el mundo. Y a cambio me da un corazón
nuevo. Un corazón limpio para no desesperarme. Para no dejar de luchar cuando
vea que nada me va tan bien.
Me dice que puedo hacerlo, que
confíe. Y yo le creo. En mis horas de juventud pensé que era un sueño
imposible, pero real.
Hoy sigo pensando que es
imposible, pero he visto cómo cambia la vida a su paso. La mía, la de otros.
Cuando Jesús las toca.
He visto su poder actuando en mi
carne. Su bendición abrirse paso por mis labios. He visto su verdad escondida
en mi debilidad.
Me he enamorado de la vida que
Jesús ha abierto ante mis ojos. Un ancho mar. Una mirada profunda.
He acariciado la victoria final
tantas veces… El sueño de Dios dibujado en mi mirada. He soñado.
Me he enamorado. Y he dejado a Jesús venir conmigo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia