“Este milagro fue causa de la conversión de gran número de herejes, que incluso se inscribieron en la Cofradía del Santo Rosario”
Cuenta San Luis
María Grignion de Montfort, en su libro “El Secreto Admirable del Santísimo
Rosario”, que en una ocasión estaba Santo Domingo de Guzmán predicando el
Rosario y le llevaron un hereje albigense poseso por demonios, a quien exorcizó
en presencia de una gran muchedumbre.
El santo les
hizo a los malignos varias preguntas y ellos, por obligación, le dijeron que
eran 15.000 los que estaban en el cuerpo de ese hombre porque este había
atacado los quince misterios del Rosario (Los misterios luminosos, con los que
aumentan a 20, fueron introducidos recién en 2002 por San Juan Pablo II).
Durante el
exorcismo, los demonios le dijeron al santo que con el Rosario que predicaba,
llevaba el terror y el espanto a todo el infierno, y que él era el hombre que
más odiaban en el mundo a causa de las almas que les quitaba con esta devoción.
Santo Domingo
arrojó su Rosario al cuello del poseso y les preguntó a cuál de los santos del
cielo temían más y cuál debía ser más amado y honrado por los hombres. Los
enemigos, ante estas interrogantes, dieron gritos tan espantosos que muchos de
los que estaban allí presentes cayeron en tierra por el susto.
Los malignos,
para no responder, lloraban, se lamentaban y pedían por boca del poseso a Santo
Domingo que tuviera piedad de ellos. El santo, sin inmutarse, les contestó que
no cesaría de atormentarlos hasta que respondieran lo que les había preguntado.
Entonces ellos dijeron que lo dirían, pero en secreto, al oído y no delante de
todo el mundo. El santo, en cambio, les ordenó que hablaran alto, pero los
diablos no quisieron decir palabra alguna.
Entonces el P.
Domingo, puesto de rodillas, hizo la siguiente oración: “Oh excelentísima
Virgen María, por la virtud de tu salterio y Rosario, ordena a estos enemigos
del género humano que contesten mi pregunta”.
De pronto, una
llama ardiente salió de las orejas, la nariz y la boca del poseso. Los demonios
seguidamente le rogaron a Santo Domingo que, por la pasión de Jesucristo y por
los méritos de su Santa Madre y los de todos los santos, les permitiera salir
de ese cuerpo sin decir nada porque los ángeles en cualquier momento que él
quisiera se lo revelarían.
Más adelante,
el santo volvió a arrodillarse y elevó otra plegaria: “Oh dignísima Madre de la
Sabiduría, acerca de cuya salutación, de qué forma debe rezarse, ya queda
instruido este pueblo, te ruego para la salud de los fieles aquí presentes que
obligues a estos tus enemigos a que abiertamente confiesen aquí la verdad
completa y sincera”.
Apenas terminó
de pronunciar estas palabras, el santo vio cerca de él una multitud de ángeles
y a la Virgen María que golpeaba al demonio con una varilla de oro, mientras le
decía: “Contesta a la pregunta de mi servidor Domingo”. Aquí hay que tener en
cuenta que el pueblo no veía, ni oía a la Virgen, sino solamente a Santo
Domingo.
Los demonios
comenzaron a gritar: “¡Oh enemiga nuestra! ¡Oh ruina y confusión nuestra! ¿Por
qué viniste del cielo a atormentarnos en forma tan cruel? ¿Será preciso que por
ti, ¡oh abogada de los pecadores, a quienes sacas del infierno; oh camino
seguro del cielo!, seamos obligados –a pesar nuestro– a confesar delante de
todos lo que es causa de nuestra confusión y ruina? ¡Ay de nosotros! ¡Maldición
a nuestros príncipes de las tinieblas!”.
“¡Oíd, pues,
cristianos! Esta Madre de Cristo es omnipotente y puede impedir que sus siervos
caigan en el infierno. Ella, como un sol, disipa las tinieblas de nuestras
astutas maquinaciones. Descubre nuestras intrigas, rompe nuestras redes y
reduce a la inutilidad todas nuestras tentaciones. Nos vemos obligados a
confesar que ninguno que persevere en su servicio se condena con
nosotros”.
“Un solo
suspiro que ella presente a la Santísima Trinidad vale más que todas
las oraciones, votos y deseos de todos los santos. La tememos más que
a todos los bienaventurados juntos y nada podemos contra sus fieles
servidores”.
De igual manera
los malignos confesaron que muchos cristianos que la invocan al morir y que
deberían condenarse, según las leyes ordinarias, se salvan gracias a su
intercesión. “¡Ah! Si esta Marieta –así la llamaban en su furia– no se hubiera
opuesto a nuestros designios y esfuerzos, ¡hace tiempo habríamos derribado y
destruido a la Iglesia y precipitado en el error y la infidelidad a todas
sus jerarquías!”.
Luego añadieron
que “nadie que persevere en el rezo del Rosario se condenará. Porque
ella obtiene para sus fieles devotos la verdadera contrición de los pecados,
para que los confiesen y alcancen el perdón e indulgencia de ellos”.
Es así que
Santo Domingo hizo rezar el Rosario a todo el pueblo muy lenta y devotamente, y
en cada Avemaría que rezaban, salían del cuerpo del poseso una gran multitud de
demonios en forma de carbones encendidos.
Cuando todos
los enemigos salieron y el hereje quedó libre, la Virgen María, de manera
invisible, dio su bendición a todo el pueblo, que experimentó gran alegría.
“Este milagro fue causa de la conversión de gran número de herejes, que incluso
se inscribieron en la Cofradía del Santo Rosario”, concluyó San Luis María
Grignion de Montfort.
Fuente: ACI
Prensa






