Necesito ver a Dios presente en mi día a día para
que mi vida merezca la pena y tenga sentido
Justinknabb | CC BY-SA 2.0 |
Creo que está Dios más cerca de mí de lo
que muchas veces siento. Y
entonces escucho hoy: ¿Hay
alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh
nuestro Dios siempre que lo invocamos?.
Es cierto que mi Dios es ese
Dios cercano que camina conmigo. Va a mi lado y yo lo invoco. Pero con
frecuencia no siento sus pasos. No lo veo. No lo escucho.
Una persona exclamaba: ¡Qué
bonito es sentir a Jesús tan cerca!. Es lo que siempre desea
el corazón. Tocar a Jesús. Verlo de cerca. Sentir su presencia acompañando mis
pasos. Ver que camina conmigo en medio de la vida. Ver que lo invoco y
responde.
Necesito ver a Dios presente en
mi día a día para que mi vida merezca la pena y tenga sentido. Mi misión es
esa. Tocarlo para dejarlo tocar. Verlo para que otros lo vean. Notar su
presencia para hacerlo yo presente sin saber muy bien cómo.
Decía el P. Kentenich: Estamos
aquí para hacer presente a Cristo. Y no hablar con entusiasmo de ello sólo con
la boca. Cristo tiene que hacerse presente en mí.
Sólo puedo mostrar a quien he
visto. Hablar de aquel que me ha hablado. Contagiar el entusiasmo de quien me
ha contagiado de un fuego y una pasión que antes desconocía.
Se quiebra la voz al hablar de
aquel a quien amo. Siempre es así. Porque lo he visto, porque lo he tocado.
Porque he notado su mano salvadora en medio de las ruinas de mi propia vida.
Porque en medio del silencio del camino oí su voz cerca de mí diciéndome al
oído que me quería.
Una oración del Cardenal Newman
dice así: Dios respeta tu modo de ser, seas tú como fueres. Te llama por
tu nombre. Te ve y te comprende. Sabe lo que sucede dentro de ti, conoce todos
tus sentimientos y pensamientos, tus inclinaciones, tu fuerza y tus flaquezas.
Te ve en días de alegría y en días de dolor; toma parte en tus esperanzas y en
tus pruebas, participa de tus temores y recuerdos. Él ha contado los cabellos
de tu cabeza; en abrazo te rodea y te acoge en sus brazos; te levanta y te
sienta; observa tu rostro, si ríe o está anegado en lágrimas, si se muestra
sano o enfermo; mira con ternura tus manos y tus pies; escucha tu
voz; oye el latir de tu corazón y el respirar de tu pecho. Tú no te amas más de
lo que te ama Él.
Pienso que así es el Dios de mi
vida, de mi historia. El Dios que hace santos mis pasos aunque sean pobres y
estén llenos de debilidad. Me levanta cada vez que caigo. Lo he tocado. He
notado su presencia cerca de mí. Me conmueve ese Dios vivo a mi lado.
A menudo me hablan de su
ausencia. Me dicen que no se escucha su voz y no se ven sus huellas. Y en
ocasiones es así en mi propia vida. Su silencio me desconcierta. Por eso, en
esos momentos tengo que hacer memoria. Recordar su paso por mis días. Sentir su
amor que está lleno de misericordia.
¿Cómo voy a hacerle presente si
no siento que está presente en mí? Está en mí no para justificar mis
debilidades y librarme de mi culpa. Sino para darle sentido a mis pasos.
Enderezar mi rumbo torcido. Alentarme cuando desfallezco. Ensanchar mi corazón
herido. Darme de beber cuando tengo sed. Un Dios que se ha encarnado.
Hace poco me preguntaba alguien: ¿Cómo
Dios va a escoger al hombre tan pequeño para hacerse de su carne? Me parece
absurdo.
Le encontraba todo el sentido a
sus dudas, a sus preguntas, a sus miedos. Un Dios todopoderoso que elige una
época, un pueblo, para hacerse uno como yo en mi debilidad. Un hombre de rasgos
judíos. Elige hacerse carne para que el hombre vea su rostro humano y escuche
la voz que sale de su garganta. Parece increíble, imposible. Un Dios así deja
de ser Dios al hacerse capaz de la vida y de la muerte.
Me duele pensar en ello. Muchos
no lo ven y niegan que se le pueda ver. No lo oyen y desprecian su voz, como si
no hablara. No ven sus manos actuando y pretenden decir que por eso no actúa. Y
yo que sé que está presente callo a veces por no poder explicarlo.
Tal vez no tengo que explicar
nada. Sólo vivir feliz en su presencia. Contagiar su luz en mis ojos. Su fuego
en mi voz. Ser su presencia en mi carne. En medio de mis días para los que
están perdidos y sin esperanza.
Mirando a Jesús descubro mi
vocación de sanador. Desde la herida que Jesús mismo cuida cada día. Desde la
impotencia en la que no me siento capaz de nada de lo que hago. Hablo entonces
de un Dios presente, cercano. El Dios más cercano al hombre que siente
misericordia por su dolor.
Ese Dios es el Dios en el que
creo. Un Dios que se hace carne de mi carne para mostrarme su amor. Para
decirme que se abaja a la altura de mis ojos para que pueda verlo. Hablo de ese
Dios enamorado que me ha enamorado. Me ha dado el fuego para ser portador de
una esperanza definitiva, en medio de muchas esperanzas pobres y pequeñas.
¿Cómo cuido esa presencia
misteriosa en medio de mi historia? ¿Cómo frecuento el silencio en el que me
habla con palabras misteriosas? ¿Cómo intento percibir su presencia oculta en
medio de paisajes que me rodean, en el acontecer de este mundo convulso y lleno
de rabia? ¿Cómo logro comprender su voz cuando hay tantos ruidos a mi
alrededor?
Quiero pensar en ese Dios
presente, amigo, que me ama mucho más de lo que yo pueda amarle. Quiero
abajarme para encontrarlo vivo y amante en todo lo que me pasa, en
todas las personas con las que me cruzo, en todos los lugares que recorren mis
pasos.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia