9.9.18

EL TESTAMENTO DE PABLO VI

Para sus funerales pedía que fueran "devotos y sencillos" y que la tumba "fuera en la tierra misma, con una señal modesta, que indique el lugar e invite a piedad cristiana. No quiero monumento ninguno"

Que el Concilio, «se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones». Que se continúe «la tarea de acercamiento a los hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica». 

Sobre el mundo, «no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo». Estas son las peticiones del futuro santo, Pablo VI, en el testamento que recordamos este lunes, 40 años después de su fallecimiento y meses antes de su canonización. 

«Hace 40 años, el beato Papa Pablo VI estaba viviendo sus últimas horas en esta tierra. Murió, de hecho, en la tarde del 6 de agosto de 1978. Le recordamos con mucha veneración y gratitud, a la espera de su canonización, el próximo 14 de octubre», aseguró este domingo el Papa Francisco, tras el rezo del Angelus. Con motivo del 40 aniversario de su fallecimiento, en la página web del Vaticano se puede leer íntegramente el testamento del futuro santo, que consta de un primer texto escrito en Roma el 30 de junio de 1965, al que luego añadió dos anexos, uno en 1972 y otro en 1973.

«Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena», comenzaba el escrito. «Ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida», aseguraba el futuro santo en su despedida.

El beato daba gracias a sus padres, «¡tan dignos!, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto», y contemplaba «lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!».

En aquel momento, cuando «la jornada llega al crepúsculo», Pablo VI agradecía al Señor «después del don de la vida natural, el don muy superior de la fe y de la gracia, en el que únicamente se refugia al final mi ser? ¿Cómo celebrar dignamente tu bondad, Señor, porque apenas entrado en este mundo, fui insertado en el mundo inefable de la Iglesia católica? Y ¿cómo, por haber sido llamado e iniciado en el sacerdocio de Cristo? Y ¿cómo, por haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres, al pueblo de Dios, y haber tenido el honor inmerecido de ser ministro de la santa Iglesia […]  y finalmente en esta cátedra de san Pedro, suprema y tremenda y santísima?».

Tras saludar y bendecir a «todas las personas que he encontrado en mi peregrinación terrena», el Papa vuelve el pensamiento «hacia atrás» y pide «perdón a cuantos haya podido ofender, o no servir, o no amar bastante; e igualmente si no me acordara del perdón que algunos puedan desear de mí».

Funerales sencillos y tumba «en la tierra misma»

En los aspectos más logísticos del testamento, Pablo VI nombraba su «heredero universal a la Santa Sede: me obligan a ello el deber, la gratitud y el amor, salvo las disposiciones que abajo se indican». Disposiciones como que el ejecutor testamentario fuese su secretario privado, o que «en cuanto a las cosas de este mundo,  me propongo morir pobre y simplificar así todo». 

Por lo que se refiere «a los bienes muebles e inmuebles de mi propiedad personal, que aún pudieran quedar de procedencia familiar, dispongan de ellos libremente mis hermanos Lodovico y Francesco», rogándoles «que apliquen algún sufragio por mi alma y por las de nuestros difuntos. Den algunas limosnas a personas necesitadas y para obras buenas». Y finalmente, pedía que «guarden para sí y den a quien lo desee algún recuerdo de las cosas, o de los objetos religiosos, o de los libros de mi propiedad particular. Destruyan las notas, cuadernos, correspondencia y escritos míos personales».

Para sus funerales pedía que fueran «devotos y sencillos (Se suprima el catafalco que se usa para las exequias pontificias, sustituyéndolo por algo humilde y decoroso), y que la tumba «fuera en la tierra misma, con una señal modesta, que indique el lugar e invite a piedad cristiana. No quiero monumento ninguno», aclaraba.

Dejó para el final «lo que más importa». Sobre la situación de la Iglesia, «que escuche las palabras que le hemos dedicado con tanto afán y amor». Sobre el Concilio, «que se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones». Sobre el ecumenismo, «continúese la tarea de acercamiento a los hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica».

Sobre el mundo, «no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo».

Fuente: Alfa y Omega

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