Para sus funerales pedía que fueran "devotos y sencillos" y que la tumba "fuera en la tierra misma, con una señal modesta, que indique el lugar e invite a piedad cristiana. No quiero monumento ninguno"
Que
el Concilio, «se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad
sus prescripciones». Que se continúe «la tarea de acercamiento a los hermanos
separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin
desviarse de la auténtica doctrina católica».
Sobre el mundo, «no se piense que
se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando
conocerlo, amándolo y sirviéndolo». Estas son las peticiones del futuro santo,
Pablo VI, en el testamento que recordamos este lunes, 40 años después de su
fallecimiento y meses antes de su canonización.
«Hace 40 años, el beato
Papa Pablo VI estaba viviendo sus últimas horas en esta tierra. Murió, de
hecho, en la tarde del 6 de agosto de 1978. Le recordamos con mucha veneración
y gratitud, a la espera de su canonización, el próximo 14 de octubre», aseguró
este domingo el Papa Francisco, tras el rezo del Angelus. Con motivo del 40
aniversario de su fallecimiento, en la página web del Vaticano se puede leer
íntegramente el testamento del futuro santo, que consta de un primer texto
escrito en Roma el 30 de junio de 1965, al que luego añadió dos anexos, uno en
1972 y otro en 1973.
«Fijo la mirada en el
misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único
que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena», comenzaba el
escrito. «Ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida
presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza el destino
de esta misma existencia fugaz: Señor, te doy gracias porque me has llamado a
la vida, y más aún todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y
destinado a la plenitud de la vida», aseguraba el futuro santo en su despedida.
El beato daba gracias a sus
padres, «¡tan dignos!, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado,
rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía,
amistad, fidelidad, respeto», y contemplaba «lleno de agradecimiento las
relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y
significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y
elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!».
En aquel momento, cuando
«la jornada llega al crepúsculo», Pablo VI agradecía al Señor «después del don
de la vida natural, el don muy superior de la fe y de la gracia, en el que
únicamente se refugia al final mi ser? ¿Cómo celebrar dignamente tu bondad,
Señor, porque apenas entrado en este mundo, fui insertado en el mundo inefable
de la Iglesia católica? Y ¿cómo, por haber sido llamado e iniciado en el
sacerdocio de Cristo? Y ¿cómo, por haber tenido el gozo y la misión de servir a
las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres, al pueblo de Dios, y
haber tenido el honor inmerecido de ser ministro de la santa Iglesia […]
y finalmente en esta cátedra de san Pedro, suprema y tremenda y santísima?».
Tras saludar y bendecir a
«todas las personas que he encontrado en mi peregrinación terrena», el Papa
vuelve el pensamiento «hacia atrás» y pide «perdón a cuantos haya podido
ofender, o no servir, o no amar bastante; e igualmente si no me acordara del
perdón que algunos puedan desear de mí».
Funerales sencillos y
tumba «en la tierra misma»
En los aspectos más
logísticos del testamento, Pablo VI nombraba su «heredero universal a la Santa
Sede: me obligan a ello el deber, la gratitud y el amor, salvo las
disposiciones que abajo se indican». Disposiciones como que el ejecutor
testamentario fuese su secretario privado, o que «en cuanto a las cosas de este
mundo, me propongo morir pobre y simplificar así todo».
Por lo que se
refiere «a los bienes muebles e inmuebles de mi propiedad personal, que
aún pudieran quedar de procedencia familiar, dispongan de ellos libremente mis
hermanos Lodovico y Francesco», rogándoles «que apliquen algún sufragio por mi
alma y por las de nuestros difuntos. Den algunas limosnas a personas
necesitadas y para obras buenas». Y finalmente, pedía que «guarden para sí y den
a quien lo desee algún recuerdo de las cosas, o de los objetos religiosos, o de
los libros de mi propiedad particular. Destruyan las notas, cuadernos,
correspondencia y escritos míos personales».
Para sus funerales pedía
que fueran «devotos y sencillos (Se suprima el catafalco que se usa para las
exequias pontificias, sustituyéndolo por algo humilde y decoroso), y que la
tumba «fuera en la tierra misma, con una señal modesta, que indique el lugar e
invite a piedad cristiana. No quiero monumento ninguno», aclaraba.
Dejó para el final «lo que
más importa». Sobre la situación de la Iglesia, «que escuche las palabras
que le hemos dedicado con tanto afán y amor». Sobre el Concilio, «que se lleve
a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones».
Sobre el ecumenismo, «continúese la tarea de acercamiento a los hermanos
separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin
desviarse de la auténtica doctrina católica».
Sobre el mundo, «no se
piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino
procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo».
Fuente: Alfa y Omega