Las
ofensas recibidas y las expectativas incumplidas pesan en nuestro interior, no
vivimos la misericordia, el amor gratuito...
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El mal existe en este mundo, y no quiero
cerrar los ojos. El mal me hace daño. Me envenena. Me duele. Me hiere. Turba mi
alegría.
Me asusta que
el mal me haga malo. Oscurece mi ánimo. Me quita esperanza. Siento que su poder
es superior al poder del bien.
No lo
entiendo. Me gustan las cosas trasparentes. Los lugares llenos de luz en los
que habita Dios. Me da vida la presencia misteriosa del bien. Por eso me gustan
tanto las personas nobles, de una pieza, sin doblez, sin recovecos.
Pero a veces
llego a pensar como describe el padre José Kentenich: “¿Por
qué triunfan los malos y mentirosos y son derrotados los veraces, los
sencillos, los fieles a Dios? ¿Dónde hallar la respuesta definitiva? ¿Por qué
tenemos que sobrellevar tantas contrariedades y adversidades serias y graves?”[1].
Intento hacer las cosas bien y no me va tan
bien en la vida.
Quiero ser honesto, respetar la ley y cumplir con lo que debo. Pero fracaso.
Veo que otros actúan con malicia y tienen éxito. Engañan y triunfan.
Y me
desconcierto.
Me da miedo
dejarme tentar por el mal y sucumbir a su seducción. La
tentación del triunfo sencillo, sin esfuerzo. Sé que puedo
caer en la lógica del maligno, en las redes de una tentación sutil que me hace
aceptar como bueno lo que está mal.
Decía el papa
Francisco: “Entre nosotros está el gran acusador, el que siempre nos
acusa ante Dios para destruirnos. Satanás. Y cuando yo entro en esta lógica de
acusar, maldecir, tratar de hacer daño al otro, entro en la lógica del gran
acusador que es destructivo, que no conoce la palabra misericordia, porque
nunca la ha vivido”.
Me veo tentado y conducido a maldecir, a
criticar, a acusar, a condenar sin
piedad al que se equivoca. Me quejo, me inquieto, me impaciento.
Cuando yo no
actúo con honestidad, me incomoda la actitud del justo.
Lo observo cuando actúa bien y no peca. Admiro en mi interior su vida
intachable.
Y puede ser
que la envidia me endurezca el alma. Pienso que algo habrá en su obrar que lo
desacredite, algún error, alguna mancha.
Yo soy
pecador y él parece tan justo. Cree el ladrón que todos son de su condición. A lo mejor
resulta que no acabo de vivir la misericordia. O no creo
en ella.
Como le
decían en una entrevista de trabajo a una persona: “En este trabajo se sale con los pies por
delante. Salvo que cometas un error. En ese caso, recuerda, no hay segundas
oportunidades”.
Los errores
se pagan. Una vida totalmente justa parece imposible. ¿Quién puede lograrlo?
Basta con un solo error, con una pequeña mancha. Pueden echar por la borda toda
una vida de lucha.
Parece que no
hay misericordia. Entonces dudo y dejo de creer en ella. Dejo
de creerme ese amor incondicional de Dios que me acoge
siempre y me ama siempre.
No lo vivo, y
por eso no practico la misericordia. Me falta compasión con el débil, con el
necesitado. Y al justo lo miro con recelo. Porque me juzga a mí y me condena.
Mi lógica de la condena me hace daño. Siento que me juzgan sin decir nada,
simplemente por las obras, y entonces yo caigo al mismo tiempo en el juicio. Es
mi defensa.
Juzgo a los
hombres que me parecen mejores que yo. Me siento tan pequeño que me lleno de
amargura y rencor. Siento rabia desde mi pobreza.
Y juzgo
incluso al mismo Dios: “Si eres capaz de juzgar así de fácil a
Dios, sin duda puedes juzgar al mundo”[2].
Me veo débil en mis opiniones. Débil en mis actos.
Y juzgo a los que creo tan fuertes. Aunque sean débiles bajo la apariencia de
fortaleza.
Dominan en mí
mis emociones más negativas, esas que me hacen daño. Mis rencores, mis heridas
antiguas, mis miedos más profundos, mis egoísmos.
No estoy libre de las ofensas recibidas.
Tampoco de las expectativas incumplidas. De los sueños frustrados. Me veo tan voluble, tan cambiante,
tan débil en mis pasos… Busco siempre caer bien y ser aceptado en medio de los
hombres.
Decía el
Padre Kentenich: “Venden su simpatía y su aprobación por un
par de palabras amables, por algunos mimos o galanteos. Sus resentimientos los
hacen condenar y quemar hoy aquello que ayer adoraban y pregonaban como excelente”[3].
Me encuentro
con muy
pocas personas verdaderamente de una pieza. Sólidas, estables,
maduras, inamovibles como una roca.
Veo a muchos
que cambian
de un lado al otro dependiendo de sus necesidades, de las personas con las que
conviven. Hoy piensan de una forma, mañana cambian. Todo
es posible.
¿Cómo puedo
hacer para educar el corazón de tal manera que se mantenga firme y recio en
medio de la lucha? ¿Cómo logro educar mis afectos desordenados para que reine
en ellos algo de paz?
Hoy escucho: “Pues
donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda
clase de maldad. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de
malgastarlo en vuestras pasiones”.
Las búsquedas
enfermizas de mi propio yo me llevan por caminos insanos. Siento que muchas
de mis condenas nacen de mi rencor. Del odio guardado en
algún lugar escondido del alma.
Y me
sorprendo a mí mismo reaccionando de forma desproporcionada ante una mínima
ofensa. Algo no está bien en lo más profundo de mi alma.
Quiero dejar
que Dios mire ahí donde yo casi no me atrevo a mirar. Quiero dejar que Jesús
acaricie con su mano mis heridas. Tal vez así iré sanando poco a poco. En eso
confío.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia