No dudó. Dejó de temer abrazada por Dios. No se
turbó. No dejó de luchar. Una madre no abandona al hijo muerto, al hijo
enfermo, al hijo solo, al hijo pecador
Creo que necesito aprender a agradecer y a
alabar a Dios por todo lo que hace en mí. Agradecerle por los pequeños y grandes milagros que veo
cada día. Se me olvida hacerlo. Estoy centrado en lo que me falta. Me quejo
mucho de lo que no tengo. No valoro tanto mis pequeñas conquistas. A la luz de
mis grandes pérdidas me parecen insignificantes.
Al cumplirse los cincuenta años
de la muerte del P. Kentenich pienso en su forma de mirar. Él quiso que la
Iglesia de la adoración en Schoenstatt fuera un símbolo para toda la familia.
Un canto de gratitud por su vuelta a casa. Una alabanza por su vida llena de
cruces. El misterio del dolor que da la vida.
Habían pasado tres años desde su
regreso del exilio. Estaba todo dispuesto para su bendición. Se dio una
conjunción particular. Fue un sello del cielo sobre su vida. El P. Kentenich
muere al acabar su primera misa en esa Iglesia. Era la misa inaugural. Muere en
la sacristía. Era domingo y la Iglesia celebraba el 15 de septiembre la fiesta
de La Virgen de los dolores.
En el Evangelio de ese día: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a
tu Madre». Esas palabras de Jesús habían marcado la vida del Padre
Kentenich desde niño. Desde que entró en el orfanato. Fueron palabras claves en
su vida y en su misión. Se había sentido hijo de María. Y Ella como Madre había
salvado su vida.
María sufrió el dolor por una
espada que atravesaba su corazón al pie de la cruz. Jesús moría y tenía todavía
aliento para entregar a su Madre a Juan y a Juan a su Madre. Y en Juan me
entrega a mí. Entrega mi vida para que aprenda a ser hijo. Y sepa agradecer y
mirar mi vida con ojos abiertos, claros, llenos de luz. Ojos de niño.
Ese día en que María miraba al
P. Kentenich celebrando y cantando un cántico de gratitud, lo tomó en sus
brazos y lo condujo al encuentro del Padre. Fue un abrazo eterno. Para siempre.
Era el día del dolor de María. El día al pie de la cruz en el que Jesús nos
daba una Madre.
Ese mismo día el Padre emprendió
un camino solo. Nos marcó un camino. Nos enseñó una forma de vivir. Nos enamoró
de una misión para los tiempos de hoy. Nos hizo profetas, hijos de María, niños
confiados en las manos de Dios. Nos entregó una Madre. Y por eso yo estoy
dispuesto a seguir sus pasos.
Dice la estrofa de una canción: «Padre y profeta, elegido por Dios seguimos tu
camino por las tormentas y sombras de hoy, mar adentro en tu corazón. Padre de
pueblos, llevamos tu luz, vida nueva en la Alianza de Amor. Vamos contigo,
Padre. Tu Alianza nuestra misión. Somos tu familia. Padre nuestra misión. Tu Alianza
nuestra misión».
La misma misión del Padre hecha
vida en la fiesta de María rota al pie de la cruz. Rota en su dolor y en su
agonía. La misión de ser luz, de ser esperanza en medio de tantas vidas rotas.
En Berlín hay una escultura
sencilla de una madre con un soldado muerto en sus brazos. En su sobriedad
refleja el dolor de una madre por su hijo muerto. Ella permanece fiel, haga
frío o calor, ante las injusticias y guerras. El amor de una madre es poderoso.
Un amor silencioso y sólido. Así es en una madre humana.
¡Cuánto más es María! Ella está
siempre en mi dolor. Ella fue siempre fiel porque vivió lo que he repetido en
el salmo: «Caminaré en presencia del
Señor en el país de la vida». No dudó. Dejó de temer abrazada por
Dios. No se turbó. No dejó de luchar. Una madre no abandona al hijo muerto, al
hijo enfermo, al hijo solo, al hijo pecador.
Eso es lo que me enseñó el P.
Kentenich con su vida. Sé que para poder ser yo consuelo en el dolor de los
otros, tengo que entregar con mis manos abiertas mi propio dolor: «Antes de poder aceptar el dolor de otra
persona, primero tiene que haber una aceptación del propio dolor. También ha de
haber una interpretación positiva del muerte y pérdida».
Tengo que haber cruzado rutas
dolorosas, umbrales amargos. Haber caído en medio de un dolor terrible
atravesado, como María, por una espada. Y luego tener paz en el alma para
seguir caminando, abrazando, levantando, sosteniendo. Así es María. Así lo
vivió el P. Kentenich que nos confió la misión de ser yo María en medio de los
hombres heridos.
Lo expresaba así: «La pequeña María también ha de tener ese
dinamismo del corazón de la Santísima Virgen. Corazón como un cántaro del cual
manan aguas que corren hacia Cristo. Porque si no tiene ese dinamismo, si su
rostro está vuelto sólo hacia los hombres, no es María, la que dio a luz a
Cristo y es portadora de Cristo».
Un corazón vuelto hacia los
hombres y vuelto hacia Dios. Ese fue su testamento espiritual. Murió ante María
rota abrazando a su Hijo. Murió roto él mismo, después de haber sido herido y
abrazado a su Madre. Tal como lo veo en esa escultura de la madre y el soldado.
En esa piedad que imagino en el Calvario. Un abrazo eterno lleno de dolor y
esperanza al mismo tiempo.
¿Cómo puedo agradecer cuando
estoy llorando? ¿Cómo puedo llegar a agradecer lo que me duele, lo que no amo,
lo que me hace tanto daño? Parece inhumano. Sólo un milagro de Dios en mi alma
puede hacerme capaz de agradecer llorando. De soñar sufriendo. De esperar
lamentando. El corazón de María es así porque ve más allá de la oscuridad de
ese calvario.
Como hubiera hecho al día
siguiente el mismo P. Kentenich si hubiera tenido que explicar la trascendencia
de su propia muerte. Le quedaba todavía tanto por hacer. Había tantos planes,
tantos proyectos por delante, tantas fechas marcadas. Poco importan en ese
abrazo eterno entre Madre e hijo las obras inacabadas. En ese abrazo profundo
todo cobra sentido. Un abrazo sencillo, hondo.
Hoy el P. Kentenich me vuelve a
animar para seguir luchando. Para que no me detenga en medio de mis dolores y
cruces. Para que no me queje ni me desespere cuando se me cierren caminos. Para
que mire a María como siempre él lo hizo y confíe. En el Santuario surge un
hombre nuevo. Ahí estoy llamado yo a decirle a mi Madre: «Aquí tienes a tu hijo». Aquí estoy
dispuesto a dar la vida. Aunque me duela. La pierdo para ganarla. La pierdo para que tengan vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia