Es la enfermedad del hombre de hoy que lo quiere
todo ahora, ya, de forma inmediata, siempre. Lo quiere todo, sin renunciar a
nada
Raul Lieberwirth-CC |
Llega un momento en el camino en el que la
sed se puede convertir en algo insufrible. Mucho tiempo sin poder beber durante muchos
kilómetros. El sol que quema el cuerpo, el alma. Nada de agua para calmar la
sed honda que siento.
En esos momentos el corazón desea dejar de
luchar. Espera sólo un milagro. Que alguien calme de golpe la sed. Nada sucede.
El camino parece extenderse en el infinito. No hay sombras. No hay fuentes. No
hay descanso posible en medio de tanta sed. Sólo me queda andar.
Sé que entonces me tengo que fiar de una
promesa callada. De una presencia invisible que calma mi sed por dentro. Tengo
una sed infinita dentro del alma.
Sé que la sed del cuerpo es superficial. Se
calma en algún momento con agua fresca. Tal vez tarde, pero se acaba calmando.
Y me doy cuenta entonces de lo frágil que
es mi paciencia y mi cuerpo acostumbrado a satisfacer todas sus necesidades. En
seguida quiero saciar lo que necesito. Lograr lo que me hace falta. Estoy
acostumbrado a comer cuando tengo hambre y también incluso cuando estoy
saciado. Estoy acostumbrado a beber cuando tengo sed.
No he educado a mi alma en la espera, en la
paciencia, en el sacrificio, en la renuncia. Me cuesta renunciar a lo que mi
corazón desea. Es la enfermedad del hombre de hoy que lo quiere todo ahora, ya,
de forma inmediata, siempre. Lo quiere todo, sin renunciar a nada. Tal vez es
la enfermedad de siempre.
Decía Pedro el ermitaño en el siglo XII
hablando de los jóvenes: «Son impacientes y no admiten restricciones». Entonces
igual que ahora.
Yo también lo soy, también estoy enfermo.
De esa enfermedad maldita que me debilita tanto. No admito restricciones. No
acepto la demora en la satisfacción de mis deseos.
Tal vez por eso me hace bien caminar
durante horas sin agua. Sin atisbo de una fuente. Sin esperanza de encontrar
manos amigas que puedan calmar mi sed.
Me hace bien sufrir la espera, aguardar el
momento en que la sed se calme. Me hace bien ser más paciente, más sacrificado,
más recio. Me ayuda para apreciar más las cosas que tengo y valorar mi vida y
agradecer por ella. Me enseña para aprender a vivir de forma más madura y no
andar nervioso exigiéndoles a todos todo lo que necesito.
No quiero vivir exigiendo el todo aquí y
ahora. Tal como yo quiero. Sin esperar nada. Sin sacrificar nada. Sin
restringir nada. Un camino largo. El sol plomizo sobre mi rostro. Sin agua con
la que calmar la sed superficial que tengo. Esa que continuamente busca ser
saciada. Y oculta tal vez una sed más honda. Más profunda. Más verdadera.
El otro día leía la vida novelada de S.
Lucas: «Se sentía oprimido por la sed. Caminaba siempre hacia delante,
buscando un oasis o una señal de vida, una palmera o una caravana de camellos
en el horizonte ardiente. Hundió su rostro en la cálida arena y se dijo: Ahora
voy a morir, porque todo mi alrededor carece de utilidad y mi vida no tiene
sentido, igual que este desierto. No hay nada que pueda apagar mi sed. De
pronto, un agua fresca inundó sus labios y bebió con ansiedad sin poder
saciarse. Sus ojos quedaron cegados por una luz, y oyó una voz que le dijo con
cariño: – Yo soy el único que puede apagar tu sed, oh, mi siervo Lucano»[1].
Una sed hay en mi alma que sólo la puede
calmar Dios. Y yo no me doy cuenta. Pienso que son los demás los que la calman.
Los amores humanos los que la llenan.
Sé que los que me aman apaciguan en parte
todas mis ansias y me dan una solidez que necesito. O los éxitos que voy
logrando y me llenan de felicidad. O los caminos recorridos que me hablan del
esfuerzo invertido y me hacen creer que ha merecido la pena.
Es verdad, todo suma. Pero detrás, oculto
en medio de mis miedos, de mis deseos satisfechos. En medio de una paz esquiva
surge con fuerza el grito de una sed mucho más honda.
Una sed infinita que el agua no calma. Ni
el agua del amor humano que tanto bien me hace. Ni el agua de los logros que me
hacen pensar que mi vida merece la pena porque tiene un sentido. Ni el agua del
amor que entrego sin recibir nada a cambio, ese amor oculto que cambia el mundo
aunque nadie lo vea y yo no lo entienda.
Es verdad que ese agua calma mi sed, pero
sólo en parte. Y me siento mejor, más pleno, más lleno. Y sigo caminando.
Pero hay una sed en mi alma rota por la que
se escapa el agua que sigue sin estar saciada. Una sed inconfesable y confesada.
Una sed reconocida como verdadera porque la sufre mi alma. Esa sed busco
calmarla en los caminos de mi vida. A veces torpemente.
Busco ese rostro de Jesús que me llene por
dentro. Que me calme sin casi darme yo cuenta. No quiero tapar esa sed con el agua
que el mundo me entrega. No quiero quedarme en la apariencia de un agua que
parece satisfacer todos mis deseos.
Sigo mi camino con sed para recordar que
siempre voy a caminar sediento. Tal vez en el cielo se calme la sed del
alma para siempre.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia