No me gusta nada sentir envidia, pero la toco y la
acaricio dentro de mi alma
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La envidia siempre me turba. Súbitamente
surge en el alma y deseo lo que no tengo, lo que veo que otros tienen. Estalla
sin que pueda controlarlo. Con una furia que me perturba.
Decía el papa Francisco: “La
envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la
felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio
bienestar”[1]. Cuando
sólo pienso en mí. En lo que yo quiero.
A veces surge la envidia incluso
al ver que otros hacen un bien. El corazón cree que no tienen derecho, que sólo
yo (o mi grupo) tengo derecho.
A menudo juzgo como equivocada
la postura de aquellos que también creen en Jesús y quieren hacer el bien. Lo
buscan y lo hacen de otra manera, con otras formas. Y yo digo que no es la
correcta.
Dentro
de una misma Iglesia. Cuando todos comulgamos de un mismo cuerpo. Me sorprende mi mirada mezquina. Veo a
unos que son laxos en su mirada y los juzgo. Veo a otros que son más estrictos,
y los condeno.
Me parece mal lo que hacen. No
estoy de acuerdo con su postura equivocada, demasiado parcial. Los juzgo porque
no son de los míos. Porque no piensan como yo.
Me
da miedo esa envidia que me hace rechazar a unos como malos. Pienso en su
pecado, en su forma falsa de ver la vida. Me equivoco. No puedo pensar así
porque me hace daño.
Surgen
los celos porque no puedo ni quiero perder mi cuota de poder. Y veo en los
demás una amenaza.
Aquel que quiere ocupar mi puesto. Ese otro que pretende ganarse el favor de
aquellos a los que amo. No son de los míos.
¿De dónde viene mi pecado de
envidia? No valoro mi vida. No reconozco mis méritos. No me siento
valorado por los otros.
Más bien he tocado el desprecio.
Y no me gusta el éxito de los exitosos, ni el triunfo de los que triunfan. El
problema lo tengo yo, no ellos. Eso lo sé.
Pero me siguen doliendo sus
victorias. Y no acepto la derrota en mi vida. Vivo mendigando reconocimiento.
Surge la envidia y quiero que
alguien detenga a los que quieren ser como yo. A los que se apropian de la vida
y se creen dueños de todo.
Surge la envidia. No me
gusta nada sentirla, pero la toco y la acaricio dentro de mi alma.
Esos celos absurdos. Esa desconfianza que me vuelve inseguro.
No lo quiero. Deseo vivir de
otra manera. Con más paz, con más calma. Sin juzgar. ¡Qué fácil es caer en la
condena de los demás cuando no me gusta cómo piensan y cómo hacen las cosas! En
seguida surge el juicio y la crítica.
Que Jesús haga algo. Que lo haga
Dios. Que acabe con su soberbia, con sus pretensiones. Se
creen mejores que el resto.
A
lo mejor soy yo el que trata de sentirse por encima de los demás. Ya no lo tengo tan claro. Mis ínfulas
que me hacen creer que estoy por encima en sabiduría y en verdad.
Me equivoco, siempre me
equivoco. Tal vez me falta esa mirada humilde de Jesús.
El servidor de todos, me dice Jesús. El más pequeño.
Me
creo con derecho a ser reconocido, valorado y encumbrado. No lo consigo. Sigo
siendo un niño malcriado acostumbrado a poseerlo todo.
Pero no me basta con eso. Quiero
más. Que los demás se encuentren lejos de mí en aprecio. Que no
destaquen en nada para seguir siendo yo el primero.
Como si la vida consistiera en
ser reconocido siempre. ¡Qué bajos y ruines son mis sentimientos! Quiero que
prohíban a otros hablar en nombre de Dios.
Pienso
a veces que la espiritualidad que yo vivo es la única correcta. Y los demás están equivocados. No me
alegro de sus éxitos apostólicos. No valoro sus conquistas. No aprecio lo bien
que hacen las cosas.
Simplemente no quiero que lo
hagan bien. Aunque rememos en la misma dirección. ¡Qué mezquino soy!
No me alegro con el éxito de los
cercanos. No me alegran las victorias de los que me aman. ¿No es ese el peor de
los pecados?
Dios se alegra siempre de lo que
cada uno aporta. Comenta el padre José Kentenich: “Dios espera nuestra colaboración; más aún,
se alegra de ella,
así como una madre que lleva una pesada canasta se alegra de que su pequeño
hijo ponga sus manos en la canasta y, con su encantadora debilidad, la ayude a
llevarla”[2].
Cada uno aporta lo suyo. Las
pequeñas manos sujetando la canasta. Me alegro con Jesús que sostiene mi vida: “Los
mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón”.
No
importa cómo lo hacen los otros. Porque sé que todos suman. Todos vamos con Jesús. No están contra
Jesús. Están a su favor.
Aunque no hagan las cosas como
yo creo que deberían ser hechas. Cada uno ha encontrado su camino de santidad.
Tengo que aprender a alegrarme
con sus éxitos. Porque esa sencillez y humildad es la que salva mi vida.
Alegrarme con aquellos a los que les va mejor que a mí. Disfrutar
con sus victorias. Hace falta una gran madurez para mirar así la vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia