O más bien, ¿en qué Iglesia creemos? ¿En un club de
perfectos o en un hospital de pecadores?
En 1969 el entonces teólogo Joseph
Ratzinger escribía en su obra “Introducción al cristianismo” un breve capítulo
sobre la Iglesia y comenzaba de un modo que nos parece sumamente actual:
“…Hablemos
también de lo que hoy día nos acosa. No intentemos disimularlo; hoy sentimos la
tentación de decir que la Iglesia ni es santa ni es católica… La historia de la
Iglesia está llena de compromisos humanos. Podemos comprender la horrible
visión de Dante que veía subir al coche de la Iglesia las prostitutas de Babilonia,
y nos parecen comprensibles las terribles palabras de Guillermo de Auvernia
(siglo III), quien afirmaba que deberíamos temblar al ver la perversión de
la Iglesia: La Iglesia ya no es una
novia, sino un monstruo tremendamente salvaje y deforme...
La
catolicidad de la Iglesia nos parece tan problemática como la santidad. Los
partidos y contiendas han dividido la túnica del Señor, han dividido la Iglesia
en muchas Iglesias que pretenden ser, más o menos intensamente, la única
Iglesia verdadera. Por eso hoy la Iglesia se ha convertido para muchos
en el principal obstáculo para la fe. En ella sólo puede verse la lucha por el
poder humano, el mezquino teatro de quienes con sus afirmaciones quieren
absolutizar el cristianismo oficial y paralizar el verdadero espíritu del
cristianismo”.
Dicho esto,
con total claridad y dureza, está convencido de que no se pueden refutar estos
argumentos y que esta percepción no solamente está cimentada en razones, sino
también en corazones defraudados y heridos en su alta expectativa y que ahora
sufren una terrible decepción. Y es desde este punto de partida, de este
contraste entre lo que se cree en la fe y lo que se percibe en la realidad, que
se pregunta “¿por qué a pesar de todo, amamos a la Iglesia?”.
¿Iglesia santa?
Decir “Iglesia santa” no
es afirmar que todos y cada uno de sus miembros sean santos, inmaculados.
Ratzinger plantea que este sueño de una iglesia inmaculada ha renacido en todas
las épocas, pero no tiene lugar en el Credo y que de hecho las más duras críticas
a la Iglesia provienen de este sueño irreal de una iglesia inmaculada.
“La santidad
de la Iglesia consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella,
dentro de la pecaminosidad humana. Es un don de Dios, una gracia, que permanece
a pesar de la infidelidad humana. Es expresión del amor de Dios que no se deja
vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno para él, lo
asume continuamente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama”.
Como lo que
es don, gratuito, no depende del mérito de los creyentes, la
santidad que permanece en la Iglesia es la de Cristo, no la nuestra.
“Lo que en ella está presente y lo que elige en amor cada vez más paradójico
las manos sucias de los hombres como vasija de su presencia, es verdaderamente
la santidad del Señor”.
Para
Ratzinger la paradójica imagen la yuxtaposición entre la santidad de Cristo y
la infidelidad humana, es la dramática figura de la gracia en este mundo, por
la que se hace visible el amor gratuito e incondicional de Dios, que tanto ayer
como hoy se sienta a comer en la misma mesa con los pecadores.
El sueño de un mundo
incontaminado
La idea de que la Iglesia no se mezcla con
el pecado es un pensamiento simplista y dualista, que pretende una imagen
ideal, aristocrática, pero no real. Ratzinger recuerda como se escandalizaban de Cristo sus
mismos contemporáneos porque no era un fuego que destruyera a los pecadores, no
era un celoso de la pureza con esa nota judicial de separar el trigo de la
cizaña.
“Su santidad
se mostraba en el contacto con los pecadores que se acercaban a él, hasta el
punto de que él mismo se convirtió en pecado, en plena comunidad con el destino
común de los perdidos… y reveló así lo que era la santidad: Nada de separación,
sino purificación, nada de condenación, sino amor redentor”.
Las preguntas
que surgen de este modo de ver las cosas son estremecedoras y llenas de
esperanza: “¿No es acaso la Iglesia la continuación de este ingreso de Dios en
la miseria humana? ¿no es la continuación de la participación en la misma mesa
de Jesús con los pecadores? ¿no es la continuación de su contacto con la
necesidad de los pecadores, de modo que hasta parece sucumbir? ¿no se revela en la pecadora santidad de
la Iglesia frente a las expectaciones humanas de lo puro, la verdadera santidad
aristocrática de lo puro e inaccesible, sino que se mezcla con la porquería del
mundo para eliminarla? ¿Puede ser la Iglesia algo distinto de un
sobrellevarse mutuamente que nace de que todos son sostenidos por Cristo?”
Sobrellevarse unos a
otros, porque él ha cargado con nosotros
Confiesa en su tono siempre lúcido y
transparente, que la santidad casi imperceptible de la Iglesia tiene algo de
consolador. Porque nos desalentaríamos ante una santidad inmaculada, judicial y
arrasadora que no abrazara la fragilidad humana y que no ofreciera siempre el
perdón a quien se arrepiente de corazón. De hecho, todos
tendríamos que ser dados de baja si la Iglesia fuera una comunidad de los que
merecen un premio a la perfección.
Quien vive
con la conciencia de que tiene necesidad de ser sostenido por otros, no podrá
negarse a cargar con sus hermanos. El único consuelo que puede ofrecer la
comunidad cristiana es sobrellevar a otros como uno mismo es cargado.
Lo que realmente importa a
los creyentes
Las visiones reduccionistas sobre la
Iglesia no tienen en cuenta lo que ella cree de sí misma, ni su centro, que es
Jesucristo. No es una institución donde lo más importante sea su organización u
objetivos políticos, “sino el consuelo de la palabra y de los sacramentos que
conserva en días buenos y aciagos”.
“Los
verdaderos creyentes no dan mucha importancia a la lucha por la reorganización
de las formas cristianas. Viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si uno quiere conocer la Iglesia, que entre en
ella. La iglesia no existe principalmente donde está organizada, donde se
reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el
don de la fe que para ellos es vida. Sólo sabe quién es la Iglesia de
antes y de ahora quien ha experimentado cómo la Iglesia eleva al hombre por
encima del cambio de servicio y de formas, y cómo es para él patria, y
esperanza, patria que es esperanza, camino que conduce a la vida eterna”.
Para
Ratzinger la Iglesia vive de la lucha entre el pecado de sus miembros y la
santidad de Cristo que la habita, pero es una lucha útil si está llevada por el
amor real y eficaz. Una Iglesia de
puertas cerradas destruye a los que están dentro y considera una
ilusión creerse que por aislarse del mundo podemos hacerlo mejor, porque
también es una ilusión creer en una “iglesia de santos”, porque lo que hay es
una “Iglesia santa”, santa porque es de Cristo y no nuestra.
Miguel Pastorino
Fuente:
Aleteia