Hay un pensamiento que despeja rápida y
completamente todos los nubarrones...
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Me parece que con frecuencia quiero
controlarlo todo. Quiero ser como Dios y decidir yo lo que está bien y lo que
está mal, lo que corresponde y lo que no. Me gustaría poseer el poder para
hacerlo todo a mi manera. No quiero que nadie frustre mis planes.
A menudo le repito a la Virgen
María: “Nada
sin ti, nada sin nosotros”. Y en esa alianza quiero que el
peso recaiga en María, sin olvidarme de mi aporte.
Pero luego en la vida diaria y
concreta pongo el acento en mí, me centro en lo que a mí me toca. “Nada
sin mí”, acabo repitiendo cada mañana.
Nada sin que yo lo controle,
nada sin que yo lo revise antes, nada sin que yo calcule si es posible o no. Intento
delegar, pero desconfío de todos. No me fío.
No creo que los demás lo puedan
hacer tan bien como yo lo hago. O a mi manera al menos. Creo que tengo más
experiencia, más años, más sabiduría, más talento.
Sólo cedo cuando se trata de
áreas que no controlo tanto y escapan a mi conocimiento. Pero si no es así, lo
controlo todo.
Quiero
además ser como Dios cuando decido lo que a los míos les conviene. Sé lo que será mejor para ellos y no
deseo que fallen.
Controlo sus pasos, les digo lo
que deben hacer, les marco la dirección correcta, quiero influir en las
decisiones que toman. Como si al estar yo presente en sus vidas ahuyentara de
golpe los fantasmas de posibles fracasos.
Me convenzo de una mentira, me
digo que sienten lo que yo siento y ven las cosas como yo. Y pienso que sus
decisiones tendrán que ver con las que yo he tomado en la vida. Como si hubiera
una única forma de sentir, de vivir, de ver las cosas.
Me
da miedo acabar abusando de mi poder, de mi autoridad sobre las personas que acompaño y se me han
confiado. “¿Qué hago ahora?”, me preguntan. Y yo
parezco tener siempre la respuesta adecuada.
Sé lo que les conviene. Sé lo
que tienen que hacer. Me piden consejo y yo creo que tienen que
obedecer mis puntos de vista. Y si no obedecen, ¿para qué
me preguntan?
Un
consejo nunca es una orden. Pero se me olvida. Me creo con derecho sobre la vida de las
personas que se me han confiado. ¡Qué fácil es querer que hagan lo que yo
deseo!
A veces incluso no digo nada.
Sólo miro. Y espero sin quererlo que con ver mi mirada entiendan si estoy o no
de acuerdo con sus actitudes y maneras. ¡Cuánto me cuesta no controlar! Quizás por
eso me cuesta tanto confiar en Dios.
Leía el otro día: “El
hombre moderno pretende convertirse en señor de su tiempo, en el responsable
único de su existencia, su futuro y su bienestar. Quiere planificar su vida y
controlar su destino. Se organiza como si Dios no existiera. No
tiene necesidad de Él”[1].
No me fío de sus caminos porque
no suelen coincidir con los míos. Temo sus cambios de planes que van contra mis
deseos.
Quiero
decidir sin Dios, más libre.
Actuar casi como si Él no existiera, o no tuviera ninguna influencia en este
mundo que Él mismo ha creado.
¿Quién me hizo tan desconfiado? Me
duele ser así pero veo en mi alma crecer la semilla de la desconfianza. Es
muy duro verme así.
Busco el control sobre el
futuro. Como si estuviera en mi mano alargar mi vida un solo día o unas horas.
Me cuesta confiar en otros a los
que veo y conozco. Más aún entonces confiar en ese Dios al que no veo. Me
cuesta confiar en Él. Como si siempre me fuera a fallar.
Me
da miedo que se equivoquen las personas y que se equivoque el mismo Dios. Y acabe permitiendo lo que no me
conviene.
Pero, ¿sé
realmente lo que me conviene? No lo creo. Sé lo que me
gusta, lo que amo, lo que deseo. Pero no sé si todo eso que amo y busco me
conviene de verdad.
Porque a veces lo que me
conviene, lo que me viene bien a mí que soy un niño malcriado, es que me lleven
la contraria o alteren mis planes. Rompan mis deseos o alteren mi ruta. Me
saquen de mi esquema, o eliminen mi control.
Para hacerme así más libre
interiormente. Para que aprenda de una vez por todas a confiar en el amor de
Dios que me sostiene.
Siempre he admirado esa mirada
del padre José Kentenich sobre la vida: “Les confieso sinceramente que en horas de
soledad me siento asustado ante la obra que hemos emprendido. Pero el pensar
en la Madre del Cielo y la confianza ilimitada en ella despeja rápida y
completamente todos los nubarrones. Una reflexión serena sobre el
desarrollo cumplido hasta ahora permite extraer la siguiente conclusión:
Nuestra MTA nos quiere utilizar como instrumentos para la renovación del mundo”[2].
Es la confianza plena que le
pido a Dios. Que me enseñe a confiar en su amor infinito y misericordioso. Que
me muestre cada día su amor para que no me olvide. Para que abrace sus deseos.
Y viva en paz sin temer por mi futuro.
Y en tiempos de luchas, mirar a
lo alto y confiar. En tiempos convulsos, creer en su amor que sostiene mi vida.
En épocas de crisis de la
Iglesia, como la que vivo, no temer, confiar y descansar en sus manos sabiendo
que sólo soy un instrumento en brazos de María.
Lo dejo todo entonces en Él y
confío. Y decido lo imposible. No quiero seguir controlándolo todo. Suelto
las riendas y el timón. Me dejo llevar.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia