Tienen sus heridas, sus inseguridades, sus miedos, sus complejos. Y, pese a
ellos, o precisamente por ellos, muchos se han convertido en gigantes de la fe
y de la humanidad
Los
hay. Existen. Me refiero a los curas buenos, esos que no aparecen en las
portadas de los periódicos ni abren los informativos de mediodía. Me refiero a
esa inmensa mayoría de sacerdotes que hacen el bien en silencio y sin focos
mediáticos.
No
les verán acaparando la atención de los medios de comunicación ni lanzando
estridentes tuits. No; su labor es callada, profunda y discreta.
Se
trata de trabajadores mileuristas sin los cuales, les aseguro, se
paralizarían pueblos y ciudades. ¿Se imaginan que un día los sacerdotes
decidieran no abrir las puertas de sus colegios, o de sus centros de Cáritas, o
de las parroquias, o de sus comedores sociales, o echaran a todos los enfermos
de sus hospitales? ¿Se imaginan que no acudieran al confesonario a consolar a
esa persona asediada por las dudas y los miedos, o que no visitasen en su casa
a aquella anciana atormentada por la soledad y el abandono? ¿Dejarían de
organizar grupos de jóvenes donde se les alienta y motiva a llevar una vida
mejor, una vida plena y llena de esperanza?
Esos
son los curas buenos; los curas de nuestros barrios y pueblos que llevan
adelante una ingente labor humana, social y evangelizadora y que contemplan,
con profundo sufrimiento y dolor, cómo unos hermanos suyos en el sacerdocio han
faltado escandalosamente a su deber de proteger a niños y adolescentes.
Y, con su espantosa conducta, parecen haber tapado con un denso y oscuro
nubarrón la labor de tantos curas buenos.
Es
cierto: también hay pastores grises, tibios, desilusionados. Tal vez, hace
tiempo perdieron la frescura del amor primero y el entusiasmo prístino de la
llamada. Pero, a su lado, hay unos titanes de la fe que luchan contra sus
pasiones, a veces en batallas absolutamente épicas.
He
tenido la oportunidad de que algunos de ellos me hayan abierto sus corazones,
me hayan permitido asomarme a la intimidad de sus secretos más profundos y
he descubierto hombres con heridas, que luchan, con las mismas dudas,
inquietudes y debilidades que cualquier laico de a pie. Las mismas.
No
son perfectos, sino débiles y pecadores, precisamente porque son hombres, y
tienen sus heridas, sus inseguridades, sus miedos, sus complejos. Y, pese a
ellos, o precisamente por ellos, muchos se han convertido en gigantes de la fe
y de la humanidad. ¿No habremos pedido demasiado a los sacerdotes? ¿No les
habremos exigido que sean perfectos, santos, súper hombres, siempre
entusiastas, sin el más mínimo día de bajón, pero no hemos movido un dedo para
ayudarles en el día a día?
Esos
curas buenos son los que no salen en los periódicos. Pero existen; vaya si
existen. Y hoy quiero abrirles esta pequeña ventana de mi gratitud, admiración,
oración y respeto. ¿Ha tenido usted la suerte de conocer a alguno de
ellos?
Álex Navajas
Fuente: Actuall