No entiendo por
qué, si yo quiero dedicarme a Dios, tengo que sufrir este castigo
concilio |
Muchas almas sufren y se
quejan interiormente porque son tentadas. Esto sucede porque no conocen
plenamente el sentido y la finalidad de las tentaciones en los designios de
Dios. Tal vez olvidan –o nunca han leído– lo que dice el Eclesiástico: Hijo
mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación (Eclo 2, 1).
La tentación es, ciertamente, una instigación al pecado; proviene del enemigo
de nuestra naturaleza –el diablo– para destruir la obra de Dios. Pero tiene una
importantísima misión en los planes de Dios, quien siempre da vuelta los planes
del diablo, usando sus insidias para nuestro bien.
Para su tranquilidad, le
recordaré los principios fundamentales de este misterio de la “tentación” en la
vida del cristiano.
Dios no tienta
a nadie
La primera verdad que hay
que sostener con fuerza es que Dios no tienta a nadie. Nadie diga en la
tentación –dice Santiago–: Soy tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser
tentado al mal ni tentar a nadie (St 1, 13). Pero si bien Dios no es autor de
la tentación, puede, en cambio, permitirla por los frutos que de ella se
siguen. Así la permitió en Cristo y en los santos. Por eso no es extraño que a
veces se diga que Dios tienta; pero debe entenderse en el sentido de que Dios
permite las tentaciones.
La tentación, como todas
las demás cosas, es una “creatura”, en el sentido que le da San Ignacio. Y por
eso vale también para ella, aquello del principio y fundamento: “Y todas las
cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden
a conseguir el fin para el que es criado”. Por eso es que Dios las permite para
que alcancemos nuestro fin que es Dios mismo. De ahí que la Escritura llame
bienaventurados a los que son tentados: Tened, hermanos míos, por sumo gozo
veros rodeados por diversas tentaciones (St 1, 2); y también: Bienaventurado el
varón que soporta la tentación (St 1, 12).
Los santos, iluminados con
el don de sabiduría, ven cuán preciosa es la tentación, porque al asaltarnos
ésta, Dios está junto a nosotros con sus gracias especiales, ya que durante las
tentaciones Dios cuida de nosotros con especial amor y solicitud. Por eso los
santos miran las tentaciones como especiales signos de la predilección divina.
Dios no abandona
en la tentación
La segunda verdad es que
Dios está en las tentaciones más cerca de nosotros de cuanto lo está en los
momentos de consuelo. Siempre junto a la tentación está la gracia. Como dice
San Pablo: Fiel es Dios que no permite que seáis tentados por encima de
vuestras fuerzas (1 Co 10, 13). El demonio, dice Santo Tomás, tienta en la
medida que Dios le permite. Dios conoce las tentaciones y nuestras fuerzas. Por
eso regula su violencia, calcula sus efectos y las permite en proporción de
nuestras fuerzas. Cuanto más fuerte es la tentación mayor es el auxilio de
Dios. Y no es infrecuente que un período de tentaciones extraordinarias lo sea
también de gracias especiales.
El provecho de la
tentación
De aquí que las tentaciones
bien llevadas nos reporten muchos bienes. Es más, podemos decir que con mucha
frecuencia las tentaciones son uno de los caminos de perfección por donde Dios
lleva a sus elegidos. ¿Qué bienes se sacan de ellas?
(1) Ante todo, nos prueban, por tanto, nos ayudan a
conocernos. San Doroteo de Gaza citaba a un padre del desierto que decía: “el
verdadero monje se da a conocer en las tentaciones”. Nos hacen conocernos
porque nos hacen pulsar nuestra propia debilidad y miseria; nos hacen tomar el
pulso a nuestros límites; y también nos hacen tantear la gracia divina. En las
tentaciones, especialmente las muy fuertes, somos conscientes de que Dios
actúa, porque de lo contrario ¿cómo seríamos capaces de vencer tales
obstáculos?
(2) Son también útiles para inspirarnos tedio del
mundo.
(3) Nos ayudan a expiar nuestras culpas, pues son
indudablemente un sufrimiento y todo sufrimiento nos viene bien para purgar los
pecados cometidos en nuestra vida.
(4) Además, acrecientan nuestros méritos, por lo que
pueden ser consideradas, sin temor a equivocarnos, como la materia prima de la
que se fabricará nuestra gloria futura en el cielo.
(5) Nos enseñan a ser humildes (así como los
consuelos, mal llevados, pueden llevarnos a engreírnos).
(6) Arraigan más hondamente las virtudes que tenemos,
porque en medio de las tentaciones los actos de las virtudes que nos vemos
obligados a repetir una y otra vez se enraízan en el alma e incluso toman
un tinte heroico.
(7) Nos hacen ser más vigilantes porque la tentación
no siempre avisa cuando va a venir, ni la fuerza que tendrá cuando arrecie.
(8) Nos ayudan a ser compasivos con los tentados. Dice
San Juan de Ávila: “el que no es tentado no se puede doler ni compadecer del
tentado… De aquí viene que, cuando alguno tentado va a ti, te espantas y le
riñes y te muestras áspero, porque no sabes qué cosa es ser tentado, y el que
lo es consuela y anima y esfuerza al que va a él, porque se duele y conoce la
necesidad que de su consuelo tiene” [1].
Nuestra actitud
ante la tentación
Pero para que las
tentaciones sean de provecho y no se vuelvan contra nosotros, no solamente no
debemos consentir (eso es más que evidente) sino que debemos saber afrontarlas.
En esto hay un texto muy hermoso de San Doroteo de Gaza:
“Frecuentemente nos hacemos
la siguiente pregunta: si en las adversidades el sufrimiento nos conduce a
pecar, ¿cómo podremos decir que son para nuestro bien? Pues pecamos, en ese
caso, cuando nos falta resignación y no queremos soportar lo más mínimo ni
sufrir nada que nos contraríe. Porque en efecto, Dios no permite que seamos
tentados más allá de nuestras fuerzas, tal como dice el Apóstol: Dios es fiel y
no permite que seáis tentados más allá de lo que podáis soportar (1 Co 10, 13).
Somos nosotros los que no tenemos paciencia, y no queremos sufrir un poco ni
soportar lo que se nos manda con humildad. De esta manera las tentaciones nos
quebrantan y cuanto más nos esforzamos por escapar de ellas, más nos abaten,
nos descorazonan, sin por eso poder librarnos de las mismas.
Los que nadan en el mar y
conocen el arte de la natación, se sumergen cuando les llega la ola, y la pasan
por debajo, hasta que se aleja. Después siguen nadando sin dificultad. Si
quisieran enfrentar la ola, los chocaría y los llevaría a buena distancia. Al
volver a nadar les viene otra ola y si se resisten nuevamente, otra vez serán
llevados lejos y sólo lograrán fatigarse sin avanzar. En cambio si se sumergen
bajo la ola, si se agachan por debajo de ella, la ola pasar sin arrastrarlos;
podrán seguir nadando cuanto quieran y lograr la meta que quieren alcanzar. Lo
mismo sucede con las tentaciones. Soportadas con humildad y paciencia, pasan
sin hacer daño. Pero si insistimos en afligirnos, en alterarnos, en acusar a todo
el mundo, sufrimos nosotros mismos, la tentación se transforma en insoportable,
y finalmente no sólo no nos resulta de provecho, sino que nos hace daño.
Las tentaciones son muy
provechosas para quien las soporta sin atormentarse. Incluso si es una pasión
la que nos aflige, no debemos perturbarnos por ello. Si nos perturbamos se debe
a nuestra ignorancia y a nuestro orgullo, lo cual es debido al desconocimiento
del estado de nuestra alma, y al querer huir del sufrimiento” [2].
San Juan de Ávila escribía
a una monja estas admirables palabras: “¿Has visto a los alfareros encender
algún horno? ¿Has visto aquel humo tan áspero y tan negro, aquel ardor de fuego
y aquella semejanza de infierno que allí pasa? ¿Quién creyera que los vasos que
allí dentro están no habían de salir hechos ceniza del fuego o, a lo menos,
negros como noche del humo? Y pasada aquella furia, apagado el fuego, al tiempo
que deshornan, verás sacar los vasos blancos de barro duros como piedra; y los
que primero estaban negros, salen más blancos que la nieve y tan hermosos que
se pueden poner en la mesa del rey. Vasos de barro nos llama San Pablo…
Cocinarnos quiere, hermana; tenga paciencia; metida está en el horno de la
tribulación… Procure no salir quebrada… Solamente se quiebran los que en el
horno de la tribulación pierden la paciencia. No desmaye, por más que atice el
demonio; confíe en Dios” [3].
[1] San Juan de
Ávila, Sermón del Dom. I de Cuaresma.
[2] San Doroteo
de Gaza, Conferencias, XIII Conferencia.
[3] San Juan de
Ávila, Epístola 21.
Por: P. Miguel
A. fuentes, IVE