Sólo
Dios puede acceder a los misterios de mi alma y desentrañarlos
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Sólo Dios sabe lo que de verdad doy. Sólo
Él conoce mis entrañas. Me mira mientras camino.
Yo a veces juzgo al que da poco,
al que teme perder. Juzgo su egoísmo. ¿Quién soy yo para juzgar por la apariencia?
Sólo Dios sabe. Jesús conoce cada corazón.
Me gusta pensar en Jesús sentado
al borde de mi vida. Sólo Él tiene acceso a la intimidad de mi alma.
Me gusta imaginarlo mirándome
siempre, sonriendo. Como ese ojo del Padre que me contempla desde lo alto. Pero
no para juzgarme y condenar lo que hago.
Él conoce la pureza de mi
corazón. Y también sabe los deseos más escondidos. Me ha visto llegar y sabe de
dónde vengo. Ha descubierto mi pobreza y se asoma a la desnudez de mi vida. Y
yo a
veces pretendo disimular. Como si fuera capaz de ocultarme de su mirada.
En una película escuchaba un
slogan: “Saber
es bueno, pero saberlo todo es mejor”.
Porque es verdad que hoy
internet y las redes sociales me han dado la capacidad de acceder
con rapidez a todo lo que quiero conocer. Es el deseo de
saberlo todo que anida en mi alma. Saberlo todo sobre mí, sobre mi futuro,
sobre la vida de los demás.
Sólo Dios lo sabe todo. Sólo Él
puede acceder a los misterios de mi alma y desentrañarlos. Sólo
Él me conoce.
No me mira con curiosidad sino
con amor. Y yo a veces deseo esconderme de su mirada. Guardar mi alma a
resguardo para que no entre. Edificando muros que su mirada no pueda penetrar.
Lo
miro como un intruso, como un juez sin misericordia. ¿Qué imagen de Dios
albergo en mi alma? Tengo miedo. Un
miedo inconsciente a ser conocido como soy.
Jesús me mira conmovido y creo a
veces que juzga mi egoísmo. Me mira y yo lo miro. Pero me escondo detrás de una
perfección que no poseo.
Es
como si quisiera hacerle ver que soy mejor de lo que parezco. Que mi pecado no es tan grave, ni tan
continuo, ni tan importante. Y mi verdad mucho más bella de lo que yo creo.
Me escondo, me refugio
amurallado, guardado. No quiero que nadie me vea. Jesús
intenta entrar en mí. Y yo vivo protegido. Para que no
entre Él que todo lo posee, todo lo sabe y todo lo ama.
Creo que el hombre hoy vive tan
volcado en el mundo, tan desparramado por los caminos, que ha
perdido su interioridad. Yo mismo me refugio en el móvil cuando me quedo solo.
Sin aprovechar los silencios no deseados. Desperdiciando la soledad que no es
elegida. ¡Qué poca hondura tiene mi alma!
Me gustaría vivir como dice el
padre José Kentenich: “Sólo el alma que se esfuerza por estar
abrazada hondamente a Dios resiste los embates de un tiempo sin raíces, sin
vinculaciones, y es capaz de mantenerse firme, fiel a sus raíces y afirmada en sus raíces”[1].
Un alma arraigada, enraizada.
Echar raíces en un lugar, en un corazón, en Dios, es lo que más desea mi
corazón que huye, que se esconde.
No
me conozco y no dejo que otros me conozcan, que Dios me conozca. Me sigue asustando ese mundo desconocido
y oculto en mi subconsciente que aflora a menudo en mis sueños.
¿Cómo se puede educar mi alma
escondida, mis sombras más profundas?
Quiero dejar que Jesús me mire
sentado al borde de mi vida y sonría. Mientras yo entro y salgo, Él me mira.
Amo y odio. Grito y callo. En
medio de mi vida observa mis idas y venidas, sonriendo. Descubre
mis miedos y acaricia mis inquietudes.
¿Cómo
puedo hacer para dejarle mirar muy dentro de mi alma? Desarmo los muros que he construido.
Dejo
que mi herida, la que más me duele, le muestre a Jesús la puerta de entrada. Por ahí puede entrar María, a la que ya
le he dado todo lo que soy.
Sólo
Dios sabe apreciar mi pobreza y le encanta mi pequeñez, sonríe. No se asusta tan fácilmente al verme
caer.
Y no le sorprenden mis infidelidades.
Esas que a mí me desconciertan porque no acabo de conocerme y aceptarlas. Y me
asusta mi pecado y mi desorden.
Pero Jesús me mira conmovido y
enamorado. ¿Cómo puede amarme tanto si yo a mí mismo no me amo? Sonríe.
Ni
siquiera yo lo sé todo de mí.
Yo, que quiero saberlo todo de todos, desconozco mi verdad. Y Dios sí que la conoce.
Me ha amado desde que me
engendró, desde que soñó mi vida. Sabe lo que puedo llegar a ser. Y también ama
mis debilidades. Esas que yo tanto detesto. Ama mis caídas, esas que tanto me
humillan. Ama mi vida como es y como puede llegar a ser.
No me juzga condenándome, sino
dándome una nueva oportunidad. Eso me alegra, me da paz. Su misericordia
me salva. No me quiero olvidar.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia