Tal vez, para que el mundo vea en mi pobreza con
pecado el brillo de un amor que no me pertenece
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Siempre de nuevo me sorprende la fuerza de
la llamada de Dios en el alma. Despierta en el corazón un deseo de entrega, de
dar la vida, de seguirlo con pasión.
No me acostumbro a su grito ahogado en mi
alma que mueve fuerzas interiores que antes desconocía.
Me conmueve esa voz suya tan sutil que
rompe los moldes y los prejuicios que me encadenan. Me gustan sus gritos que
son susurros, y ese abrazo suyo que es silencio.
Jesús un día llamó a unos hombres a dar la
vida siguiendo sus pasos al borde del abismo. Ellos lo siguieron sin tener
dónde reclinar la cabeza.
No sé cómo pudieron creer en lo imposible.
Me impresiona su amor de niños ante ese hombre que acabaría muriendo en la cruz
rechazado como un leproso. Despreciado y odiado.
Y ellos eran los seguidores fieles de alguien al que
mataban como asesino.
Después de ellos fueron viniendo muchos hombres también dispuestos a dar la
vida por un Jesús leproso, condenado a muerte.
Y entre ellos, los sacerdotes, los
religiosos, los que consagran su vida a Dios por entero rompiendo con el camino
que seguían hasta conocer su llamada.
Renuncian a otras vidas, a otros caminos, a
otros amores. Son entresacados
de los hombres y colocados junto a Jesús en soledad.
Rompen la lógica que seguían sus pasos
hasta ese momento. Lo
dejan todo para estar más libres y corren tras Él.
Sorprendentemente permanecen fieles en
medio del desierto.
Aferrados al fuego de un amor que tienen que cuidar cada mañana, cada noche,
para que no se extinga.
¿Cómo es posible una vocación tan extraña
en este mundo que me marca las tendencias a seguir y los únicos caminos
posibles?
¿Qué sentido tiene la consagración en un mundo que vive de espaldas a
Dios consagrado a lo más humano? ¿Es posible el celibato en este mundo tan de piel?
Sigue siendo la llamada al sacerdocio una
nota disonante en el concierto de la vida. Un extraño grito que el ruido del mundo
ahoga.
Sigue siendo difícil creer en una vocación para
siempre. En un sí
fiel en medio de las noches cuando se ven tantas infidelidades y caídas.
La carne humana es tal vez demasiado
débil para pretender acariciar lo eterno. ¿Para qué sirve un sacerdote en este
mundo que no lo necesita?
Me impresionan las palabras de José Luis
Martín Descalzo cuando le preguntaron, con cinco años de sacerdocio, cómo veía
él al sacerdote.
Y afirma que si le hubieran preguntado
recién ordenado hubiera respondido de manera más tópica: “Quizá te hubiera respondido que me
gustaban los curas amables, modernos, abiertos, cultos. Quizá que me gustaba
que supieran de cine y les gustara la poesía de Lorca. A lo mejor que los veía
como un hombre de mundo que era hombre de Dios sin dejar de ser hombre. Ya ves,
hubiera hecho hasta juegos de palabras”.
Pero con el paso de los años ha visto
que el sacerdocio es otra
cosa: “¿Qué pienso de los curas? ¿Que espero de
ellos? No sé. Habría que hablar mucho o quizá llorar mucho. Comprenderás que no
voy a decirte si me gustan alegres o cultísimos”[1].
Ve que la vida del sacerdote no es exactamente
como la gente piensa o desea. A veces uno se queda en la superficie de las
cosas. En la
pobre apariencia.
Se centra en su forma de predicar, en sus
talentos humanos. En lo moderno o anticuado que es el cura en su forma de
actuar. En si le gusta el mundo poco, nada o tal vez demasiado. En si es muy
espiritual o muy de la tierra, muy elevado o muy del mundo.
Y elige como en un mercado el cura más
carismático para saciar su sed religiosa. El que mejor habla, el que siempre
escucha o el que es amable y se comporta como un caballero, como un padre. El
que no peca ostensiblemente, el que no claudica.
Y lo somete a un juicio riguroso, cada día. Y si le defrauda se aleja buscando a
otro, el mercado sigue siendo amplio.
Y mete en un mismo saco a todos los que
Dios ha llamado. Y les
exige la perfección que sólo Dios tiene. O la profundidad que él mismo anhela. O la divinidad que añora su alma con sed
de infinito.
Y espera del sacerdote que nunca le falle.
Que sea padre, hermano, amigo, Dios mismo hecho carne humana. Y cuando le falla
y peca lo condena con su silencio, o con su juicio expreso.
Al leer a José Luis Martín Descalzo siempre
me conmuevo. Habla del sacerdote como de ese hombre que besó a Jesús y se hizo
como Él, un perseguido, un leproso.
Y yo que a veces pretendo estar en lo alto
del escenario. Busco ser admirado y seguido por muchos por mi carisma. Tener
éxito en todas mis empresas como
si el éxito fuera hacerlo todo perfecto.
Y miro con dolor, para no olvidarme, el
crucifijo de madera en el que Jesús me mira. Sonriendo, o tal vez serio.
Amándome sin que yo lo ame tanto. Ese Cristo herido, llagado, abandonado. Ese
Cristo que yo he besado besando así su llamada.
Y le he dicho que mi vida sin Él carece de
sentido. Le he susurrado al oído que necesito su amor para seguir amando.
Cuando era más joven, aún
seminarista, me
imaginaba sueños de una vida plagada de frutos. Como si cosechara en campos repletos de
vida.
Y pensaba que mi sacerdocio sería exitoso
si ponía todo de mi parte y lograba cambiar la parte del mundo que a mí me
tocaba. Con esfuerzo, con alegría.
Y tal vez en esos momentos me olvidaba de Jesús, y de su cruz. Y del dolor en sus clavos. Y olvidaba el
sufrimiento de la soledad en el abandono.
Y pensaba sólo en mí, en mis capacidades y
talentos. Olvidaba incluso mis heridas y debilidades. Más hondas quizás por
haber besado a Jesús rechazado, a Jesús el leproso del que tantos huyen.
Hoy vuelvo a mirar a Jesús conmovido. Y
escucho su voz que sigue llamando. Y quiero repetir las palabras del
salmo: “Yo te amo, Señor; Tú
eres mi fortaleza”.
Sé que sin Él mi sacerdocio está vacío. El mío. El de tantos otros que siguen
sus pasos.
¿Para qué sirve hoy un sacerdote? Me lo
preguntan. Me lo pregunto. Y respondo humillado. Tal vez, para dejar ver entre
mis heridas, muchas, profundas, y en la humildad de mis llagas, algo de una luz
que no es mía.
Tal vez, para que el mundo vea en mi
pobreza con pecado el brillo de un amor que no me pertenece. Tal vez, para
mostrar una bondad que es de Dios en mi carne tan torpe.
Una luz en medio de la tormenta. Un lugar de descanso para el hombre
cansado. No lo sé. Me sigue impresionando. La voz de Jesús en mi alma, en otras
almas, pidiendo lo imposible. La respuesta confiada del hombre hecho niño,
abrazado a Dios.
La sonrisa amiga de Jesús y su abrazo
hondo. Y sus pies en los míos recorriendo desiertos. Me calma la sed con su
agua.
Sigo creyendo en su voz que me pide lo
imposible. Y
me hace capaz de un amor que no es mío.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia