Si olvido mis metas e ideales y sólo copio, pierdo
base y firmeza y a mis principios se los lleva la corriente
tamaralvarez-CC |
Me doy cuenta con frecuencia de lo fácil
que es caer en la masificación. Dejo de tener opinión propia y me uno a lo que
todos piensan. Y sucede en todos los ámbitos de mi vida.
Decía el padre José Kentenich: “También
en el ámbito religioso existe la masificación. Procuremos por lo tanto que las
grandes ideas sean captadas siempre a nivel individual, a fin de formar
personas de carácter firme”[1].
Incluso cuando intento vivir mi
fe de forma original puedo caer en la imitación. Me
dejo llevar por la corriente, por el ambiente que impera.
Necesito tener el corazón
arraigado en Dios y tomar una opción personal.
Necesito raíces, un nido propio, una forma original de vivir mi fe.
Sé que la vida fluye a demasiada
velocidad. Me hablan de un tiempo líquido en el que nada es
sólido a mi alrededor.
No
encuentro lugares seguros y firmes que permanezcan en el tiempo. No descubro cómo construir
mi propia casa para que no se la lleve la tormenta.
Me da miedo que todo fluya con
demasiada fuerza. Lo que ayer estaba claro, hoy parece haber cambiado. Lo que
un día era seguro, ahora ya no lo es.
Y mis principios de entonces, esos que
parecían tan sólidos, de repente es como si ya no tuvieran vigencia.
El mundo cambia demasiado rápido. Las
personas cambian. Yo mismo cambio. Un joven
de ahora no es igual que ese joven de mi tiempo.
Eso importa. Porque corro
el peligro de aplicar ahora los criterios de entonces. Y
juzgar el pasado con los criterios de ahora.
Me asusta vivir masificado. Y comportarme
como todos se comportan para no romper con la norma, con lo
exigible.
Las
tendencias pesan demasiado. Es como si no supiera hacer las cosas a mi manera. Imito, copio, me dejo llevar.
Estar
masificado es dejar de tener metas propias, ideales únicos que encienden mi
alma. ¿Qué es lo
original que hay en mí y que nadie más tiene? ¿Cuál es mi forma propia,
inimitable de vivir mi fe?
Quiero descubrir mi manera de
hacer las cosas.
Me impresiona encontrar a personas
que no se conocen. Y no saben decir cuál es su aporte concreto,
su forma original de amar y ser amados.
Tal vez han encerrado su corazón
para no mirarse demasiado. Quizás temen lo que pueda salir de su interior.
Una persona me decía que en su
educación religiosa le repetían estas palabras: “Mira que el corazón es un traidor. Tenlo
cerrado con siete cerrojos”.
Esa
mirada negativa sobre el corazón me hace temer todo lo que de él salga. Si me
lo creo, pongo el acento entonces en la fuerza de voluntad, en la razón que me dice lo que está bien y lo que
está mal. O sólo en las normas, iguales para todos.
Me atengo a lo que corresponde
hacer en cada caso. Pero me olvido del corazón. Olvido mis afectos, mis apegos,
mis pasiones. Dejo de lado lo que de verdad mueve mi
mundo interior.
He puesto siete candados y no
miro mi alma. Me da miedo. Incluso puedo llegar a pensar que soy egoísta si lo
hago. ¡Qué curioso!
Me decía esa persona: “No
podía mirar mi dolor, pero tampoco vivir de corazón mi alegría”. Si no
miro en mi interior no logro ver lo que sufro. Y tampoco veo lo que de verdad
me alegra.
Tapo
el corazón porque no quiero ser débil. Ni dejarme llevar por sentimentalismos. Y me da miedo que la alegría desmedida me
haga superficial.
No quiero ser superficial. No
quiero ser mundano. Cierro con siete candados el corazón. Y me masifico
pensando y sintiendo como lo hacen los demás. Dejando de lado mi libertad que
me parece tan herida.
Y
creo que sólo siguiendo lo que otros hacen actúo bien. Me masifico siguiendo a Dios por
rutas que tal vez nunca hubiera elegido de ser libre. O dejando de lado aquello
que hay en mi interior. Lo más mío. Pero que creo demasiado alejado del deber ser.
De lo que corresponde a un buen cristiano.
¿Acaso no soy cristiano? ¿Por
qué peco entonces en lo que todos pecan? Todo es vanidad. Es vanidad pensar que
por ser cristiano no debería pecar nunca.
No dejo de ver que la fragilidad
es parte de mi equipaje. En el cielo veremos cuánto nos parecemos todos los
hombres.
No quiero tener mi corazón
sellado con siete sellos para que no salga de él nada malo. Tampoco saldría lo
bueno.
No
quiero cerrar ese huerto sellado en el que Dios habita. Tampoco quiero dejarme llevar por la
masa. En ningún sentido.
Quiero ser yo mismo, con mi
originalidad, con mi riqueza, con mi historia sagrada en la que hay tristezas y
alegrías, con mi corazón abierto.
¡Cuánto necesito mirar mi
corazón con los ojos de Dios! Él rompe todos los candados y lo deja libre. Me
deja volar.
Él entra acabando con mis miedos
y me hace ver la pureza que tengo guardada. Mi belleza escondida. Él me mira
como yo no me miro. Me mira con bondad y se alegra con mis alegrías. Y sufre
con mis penas.
A ese Dios es al que amo, al que
sigo. En Él quiero echar raíces y descubrir el cuño original con el
que soy cristiano.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia