¿Ser
santo es cuestión de tiempo?
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No sé realmente si es cuestión de tiempo o
no. No sé si depende del número de años que viva, ya sean pocos o muchos. No sé
si es importante morir joven o tiene más valor llegar a viejo. Lo que si sé es
que el tiempo tiene su importancia en mi camino de santidad.
Los años que viva si son muchos
exigirán más fidelidad, eso lo tengo claro. El mismo san Luis Gonzaga le
contaba a su madre la felicidad de morir joven y casi sin esfuerzo poder así
estar con Dios para siempre.
Es verdad que la
santidad se conjuga en presente. Quizás tiene menos mérito
aparente llegar a santo muriendo joven. Poco esfuerzo. Reconozco la heroicidad
de ser santo habiendo vivido cerca de cien años.
En cualquier caso, creo que el
tiempo no es tan definitivo. Lo importante es que cada día de mi vida en
la tierra tenga una luz que no es mía. Que mis actos
tengan el color de ese Dios al que tanto amo. Y mi sonrisa sea la puerta
abierta a un paraíso perdido.
No creo en una santidad sin
sentimientos, esforzada y rígida, casi como esculpida en mármol. Creo más bien
en esa
santidad luchada de un corazón que ama y se debate en
avatares interiores.
Creo más bien en la búsqueda en
medio de la neblina de un faro que me indique dónde está mi puerto.
Creo más bien en la generosidad
que no se ve porque está escondida, pero produce un bien infinito que da frutos
de cielo, aunque yo no los vea.
Creo que mi amor santo sólo es
santo cuando dejo que Dios cale muy dentro de mi alma herida y lo cambie todo y
lo haga todo nuevo.
También sé que el querer ser yo
un santo más en la lista de santos innumerables, no es un deseo que tenga yo
por vanidad.
No
anhelo la dignidad ni el reconocimiento. Sólo espero ser uno más de pie ante
Dios dispuesto a
postrarme para entrar en su reino.
Porque lo que quiero al fin y al
cabo es vivir para Él eternamente. Quizás al final sí que tiene importancia el
tiempo.
Sé que lo que
tengo que hacer mientras tanto aquí en la tierra es vivir para Él, en presente.
Parece tan sencillo a veces, como aplicar una fórmula matemática.
Pero sé muy bien que luego todo
se tuerce. Quiero hacer el bien y no me resulta. Pretendo
amar hasta que duela y dejo de amar mucho antes. Digo que sí, que seré fiel
hasta la muerte, y la infidelidad me sorprende.
Me escondo evitando así arriesgar
demasiado, porque amar duele mucho. Y digo
que hago la voluntad de Dios vistiéndola de mis propios deseos.
Y entonces creo que lo que estoy
construyendo puede ser sólo un castillo en el aire. Sin fundamentos firmes. Sin
raíces profundas.
¿Es santidad lo que yo vivo? ¿O
es sólo el vano intento de mi alma que quiere tocar el cielo?
Se me graban muy hondo las
palabras de san Francisco: “Predicad siempre el evangelio, y si es
necesario, también con palabras”. Y yo creo tener muchas más
palabras que actos. Como si necesitara siempre justificar con palabras lo que
mis actos desdicen.
Comenta el padre José Kentenich: “Puedo
tener pensamientos religiosos todos los días sin que se transforme mi interior.
¡Orar significa amar! ¿Qué es la santidad? ¡Es el amor del niño al padre!”[1].
Ser
santo es ser niño. Niño
que no ha perdido la inocencia, o la ha recuperado como un milagro. Niño que
confía en el poder misericordioso de su Padre. Eso es ser niño. Contando
siempre con mi debilidad. Con la fragilidad de mi alma.
Comenta santa Teresita del Niño
Jesús: “No
me aflijo al ver que soy la debilidad misma, por el contrario, en ella me
glorío y cuento con descubrir en mí cada día nuevas imperfecciones”[2].
La debilidad en esa lucha mía
por descubrir el querer de Dios y ponerlo por obra no me asombra, no me
entristece, no me hace perder la confianza.
Sigo adelante. El camino es
largo. Es cuestión de tiempo, al fin y al cabo. Caer y volver a empezar. El tiempo me da
nuevas oportunidades. Una derrota. Un posible triunfo si
me esfuerzo el próximo día. El santo es el que ama a Dios, en los hombres, en
el interior de su corazón.
Decía el Padre Kentenich: “El
amor no tiene límites. La vinculación a Dios es grata a Dios, en el sentido de
la santidad de la vida diaria, cuando alcanza el grado de abrazar la voluntad
de Dios que nos aconseja y nos hace saber sus deseos”[3].
Un
amor sin límites es el que anhelo.
Estoy tan lejos de la santidad que sueño… Hacer de su voluntad mi propio
alimento. Buscar sus deseos en los bosques de mi vida.
No quiero perderme buscando
estrellas que no toco. Quiero ser fiel día a día levantando el mundo entre mis
brazos. Tarea inútil si no supiera que son sus brazos los que sostienen los
míos. Los que me despiertan a la vida verdadera y me hacen aspirar a las
estrellas.
Santo
es el pobre que sólo es consciente de su pequeñez. Y yo me alegro entonces en mis
debilidades, me glorío en ellas. Son sólo peldaños que me guían al cielo.
Me alegro de ser tan pequeño que
no puedo hacer nada solo. No me basto para ser santo. No lo puedo.
Sólo descanso en Aquel que me
toma en sus brazos y me lleva lejos. Y eso cada día de nuevo. Cada
semana. Puede que al final sí que sea cuestión de tiempo. El tiempo de Dios. No
el mío.
[1] J. Kentenich, Niños
ante Dios
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






