No siempre es fácil suplir a los abuelos, que
servían como factor de cohesión en la familia. Hay que darse un tiempo y
aplicar algunas ideas
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Cuando mueren los abuelos, (sobre todo) las
familias de cultura latina notamos un vacío importante. Los abuelos han
formado parte de nuestra crianza y de nuestra educación. Nos
han enseñado canciones, nos han leído cuentos, nos han explicado historias familiares,
nos han transmitido los valores… Han echado una mano a los padres y han
sido siempre la red donde caíamos si alguna vez se nos
ocurrió hacer de funambulista.
Durante la crisis económica que
comenzó en 2007, muchos abuelos ayudaron a pagar hipotecas de hijos y
nietos. Guardaron el folleto del viaje de sus sueños y
asumieron que su tarea consistiría en sacar adelante al hijo que se había
quedado en el paro a los 50.
Pero los abuelos no son eternos.
Y un buen día, ellos que nunca se ponían enfermos, tienen que ingresar en el
hospital y fallecen. Es entonces, después del funeral, cuando los hijos y
nietos van por primera vez a la casa familiar, abren la puerta y lo que
reina es el silencio: ya no se oye al fondo la voz de la abuela
llamándonos cariñosamente. Ni encuentra uno al abuelo
entretenido en hacer de carpintero ocasional con un arreglo de la casa.
Puede que ahora sea algo más
difícil la unión entre los hermanos porque ellos
construían un acueducto por encima de egos y decepciones entre hermanos.
Aparece la lectura del testamento y tal vez haya más que palabras. Afloran
pequeños rencores y envidias… Los sentimientos están más a flor de piel. Y de
pronto parece que aquella cohesión familiar que lograban los abuelos vaya a
saltar en pedazos.
Es el momento de repensar
la familia… para bien. ¿Qué les haría estar orgullosos a los
mayores si nos vieran? La vida sigue pero saber que formamos parte de una
historia nos hará sentir la responsabilidad de la etapa que
nos toca construir.
Es momento de abandonar
la estrechez de ánimo, de mirar hacia dentro para ver el ADN
que nos ha hecho como somos, y quedarse con lo bueno. Y es el
momento de mirar hacia fuera para decidir cómo labramos un futuro del que
puedan estar orgullosos desde el Cielo, sabiendo que mucho se lo debemos a
ellos.
Noviembre
es el mes de los difuntos.
Visitamos los cementerios y rezamos por todos ellos, especialmente por los de
nuestra familia. Veremos tal vez a parientes con los que tenemos poco trato. Y
si no, será en Navidad. Un buen propósito
sería que no pase una de estas fechas sin que hayamos hecho las paces con
alguien que teníamos atravesado.
Ser humilde y bajar un escalón
cuesta, pero ese es el éxito de las familias: haber sabido bajar muchos
escalones en la vida para dar lo mejor a los hijos y nietos. ¿Qué más da si
hubo nieta preferida o si nos han legado tres palmos menos de tierra que a
otro?
Recuerda
el Papa Francisco que a nadie entierran con los bolsillos llenos. En cambio, sí nos marchamos con las
buenas obras y el amor, y de esto es de lo que se nos juzgará.
Dolors
Massot
Fuente:
Aleteia