No se
puede encerrar la vida en una idea
El alma tiene sed de Dios. No de una idea.
Del Dios vivo. Él busca al ser humano, está para él. Pero la persona a veces
cae en clichés. Y no se puede encerrar la vida en una idea ¿Cómo no perderse en
la búsqueda?
El
padre Raniero Cantalamessa ofreció hoy respuestas al Papa y a la Curia Romana y
sus colaboradores en la primera predicación del Adviento de 2018. Aquí la
tienen completa traducida al español:
¡Dios existe!
Primera predicación de Adviento 2018
Introducción
En la Iglesia estamos tan presionados por
tareas, problemas que afrontar, retos a los que responder, que corremos el
riesgo de perder de vista, o dejar como en el trasfondo, el porro
unum necessarium del Evangelio, es decir, nuestra
relación personal con Dios.
Además de todo, sabemos por
experiencia que una relación personal auténtica con Dios es
la primera condición para abordar todas las situaciones y problemas
que se presentan, sin perder la paz y la paciencia.
He pensado, pues, venerables
Padres, hermanos y hermanas, dejar de lado, en estas predicaciones de Adviento,
cualquier referencia a problemas de actualidad.
Trataremos de hacer lo
santa Ángela de Foligno recomendaba a sus hijos espirituales:
“Recogernos en unidad y abismar nuestra alma en el infinito que es Dios”.
Hacer un baño matutino de fe, antes de comenzar la jornada de trabajo.
El tema de estas predicaciones
de Adviento (y, si Dios lo quiere, también de la Cuaresma) será el versículo
del Salmo: “Mi alma tiene sed del Dios vivo” (Sal 42,
2).
Los hombres de nuestro tiempo se
apasionan buscando señales de la existencia de seres vivos e inteligentes en
otros planetas. Es una búsqueda legítima y comprensible aunque muy incierta.
Pocos, sin embargo, buscan y
estudian señales del Ser vivo que ha creado el universo, que entró en él, en su
historia, y vive en él. “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28) y
no nos damos cuenta.
Tenemos al Viviente real en
medio de nosotros y lo descuidamos para buscar seres vivientes hipotéticos que,
en el mejor de los casos, podrían hacer muy poco por nosotros, ciertamente no
salvarnos de la muerte.
Cuántas veces nos vemos
obligados a decir a Dios, con san Agustín: “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba
contigo”.
Al contrario que nosotros, en
efecto, el Dios viviente nos busca, no hace otra cosa
desde la creación del mundo. Sigue diciendo: “Adán, ¿dónde estás?” (Gén 3, 9).
Nosotros nos proponemos
captar señales de este Dios viviente, responder a su llamamiento, “llamar a su
puerta”, para entrar en un contacto nuevo, vivo, con él. Nos apoyamos en la palabra de
Jesús: “Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7).
Cuando se leen estas palabras,
se piensa inmediatamente que Jesús promete darnos todas las cosas que
le pedimos y nos quedamos perplejos porque vemos que esto rara vez se
realiza.
Sin embargo, Él trataba de
decir, sobre todo, una cosa: “Buscadme y me hallaréis, llamad y os abriré”.
Promete
darse a sí mismo, más allá de las cosas pequeñas que le pedimos, y esta promesa se mantiene siempre
infaliblemente.
Quien lo busca, lo encuentra; a
quien llama, Él abre y una vez que lo ha encontrado, todo lo demás pasa a un
segundo plano.
El
alma que tiene sed del Dios viviente lo encontrará
infaliblemente y con él y en él encontrará todo, como nos recuerdan las palabras de santa Teresa
de Jesús: “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda; la
paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”.
Con estos sentimientos
comenzamos nuestro camino de búsqueda del rostro de Dios vivo.
¡Volver a las cosas!
La Biblia está salpicada de textos que
hablan de Dios como del “vivo”. “Él es el Dios vivo”, dice Jeremías (Jer 10, 10);
“Yo soy el viviente”, dice Dios mismo en Ezequiel (Ez 33, 11).
En uno de los salmos más bellos
del salterio, escrito durante el exilio, el orante exclama: “Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo” (Sal 42, 2). Y
también: “Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo” (Sal 84, 3).
Pedro, en Cesarea de Filipo,
proclama a Jesús “Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16).
Se trata evidentemente de
una metáfora sacada de la experiencia humana. Israel se ha resignado a usarla
para distinguir a su Dios de los ídolos de las gentes que son divinidades
“muertas”.
En contraste con ellos, el
Dios de la Biblia es “un Dios que respira” y su respiración o soplo (ruah) es el Espíritu Santo.
Tras el largo predominio del
idealismo y el triunfo de la “idea”, en tiempos más cercanos a nosotros,
también el pensamiento secular ha advertido la necesidad de un regreso a la
“realidad” y lo ha expresado en el grito programático: “¡Volver a las cosas!”.
Es decir: no detenerse en las
formulaciones dadas de la realidad, en las teorías construidas sobre ella, a lo
que comúnmente se piensa en torno a ella, sino apuntar directamente a la
realidad misma que está a la base de todo; quitar las diferentes capas de
tierra arrastrada y descubrir la roca subyacente.
Debemos aplicar este programa
también al ámbito de la fe. Sobre la fe, en efecto, santo Tomás de Aquino
escribió que “no termina en los enunciados, sino en las cosas”.
Cuando se trata de la “cosa”
suprema en el ámbito de la fe, es decir de Dios, “volver a las cosas” significa
volver al Dios vivo; romper, por así decirlo, el terrible muro de
la idea que nos hemos hecho de él y correr, como con los brazos
abiertos, al encuentro de Dios en persona.
Descubrir que Dios no es una
abstracción, sino una realidad; que entre nuestras ideas de Dios y el Dios vivo
existe la misma diferencia que entre un cielo pintado sobre una hoja de papel y
el cielo verdadero.
El programa: “¡Volver a las
cosas!” tuvo una aplicación justamente famosa: la que llevó al descubrimiento
de que las cosas… existen. Vale la pena releer la famosa página de Sartre:
“Hace un rato estaba yo en el
jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, justo debajo de mi
banco. Yo ya no recordaba que era una raíz. Las palabras se habían desvanecido,
y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las
débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba
sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa
negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa
iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos
últimos días, lo que quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar con sus trajes de primavera.
Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es
una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una
“gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor
de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras
sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada…. Y de golpe estaba allí,
clara como el día: la existencia se descubrió de improviso.”
El filósofo que hizo este
“descubrimiento” se declaraba ateo y por eso no fue más allá de la constatación
de que yo existo, que el mundo existe, que las cosas existen.
Pero nosotros no podemos partir
de esta experiencia y convertirla en el trampolín de lanzamiento para el
descubrimiento de otro Existente, la chispa que hace posible otra iluminación.
Lo que fue posible con la raíz
del castaño, ¿por qué no debería ser posible con Dios? ¿Acaso Dios, para
la mente del hombre, es menos real de cuanto lo es la raíz de castaño para su
ojo?
Los padres no dudaban en poner
al servicio de la fe las intuiciones de verdad presentes en los filósofos
paganos, incluso de aquellos cuya autoridad venía gustosamente adoptada contra
los cristianos.
Nosotros debemos imitarlos y
hacer lo mismo en nuestro tiempo. ¿Qué podemos, pues, considerar de la
“iluminación” de aquel filósofo? Ninguna aplicación directa, o de contenido,
sino solo una indirecta y de método.
Leído ese relato con una cierta
disposición de ánimo favorecida por la gracia, parece hecho a propósito para sacudirnos de la costumbre, para suscitar en nosotros primero la sospecha,
luego la certeza de que existe un conocimiento de Dios que todavía
nos es desconocido.
Que, quizás,
antes de ahora, ni siquiera nosotros hemos intuido nunca lo que quiere decir
que “Dios existe”, que él es un Dios-existente, o, como dice la Biblia, un Dios
vivo.
Que tenemos, pues, una tarea
ante nosotros, un descubrimiento que realizar: descubrir que Dios “existe”,
hasta el punto de que tener, también nosotros, por un instante, ¡la respiración
cortada! Sería la aventura de la vida.
Nos ayuda a comprender de qué se
trata la experiencia de algunos convertidos, a los cuales la
existencia de Dios se les revela repentinamente, en un cierto momento de
la vida, después de haberla ignorado o negado tenazmente.
Uno de ellos fue
el periodista francés Andrè Frossard, muerto el 2 de febrero de 1995. Así
describe su vida antes de la conversión:
“Dios no existía. Su imagen, en
fin, las imágenes que evocan su existencia o aquellas de lo que podría llamarse
su descendencia histórica, los santos, los profetas, los héroes de la Biblia,
no figuraban en parte alguna de nuestra casa. (…) Éramos ateos perfectos, de
esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales
que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos
parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos
historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita Roja”.
En una jornada de verano,
cansado de esperar al amigo con el que se había citado, el joven Frossard entra
en la iglesia cercana, observa su arquitectura y mira a las personas que
rezan en ella.
Y he aquí cómo narra lo que
sucedió: “Antes que nada, se me sugieren estas palabras: vida espiritual. No se
me dicen, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca
de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún. La última
sílaba de este preludio murmurado alcanza apenas en mí la orilla de lo
consciente, que comienza una avalancha al revés. […] ¿Cómo describirlo con
estas palabras huidizas, […] un mundo distinto de un resplandor y de una
densidad que despiden al nuestro a las sombras frágiles de los sueños
incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo
desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un
orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma
resplandeciente, la evidencia de Dios; la evidencia hecha presencia y la
evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un momento
antes. […] Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no
es sino la exultación del salvado”.
Al salir de la iglesia, su
amigo, viendo que algo había sucedido, le pregunta: “¿Qué te pasa?” — Responde:
“Soy católico”, y, como si temiera no haber sido suficientemente explícito,
añadió: “apostólico y romano”.
La expresión que expresa mejor
este acontecimiento es: darse cuenta de Dios.
“Darse cuenta” indica un repentino abrirse de los ojos, un sobresalto de la
conciencia, por el que empezamos a ver algo que estaba allí también antes, pero
que no veíamos.
Probemos a releer, sobre la ola
de la “iluminación”
descrita por Sartre, el episodio de la zarza ardiente. Nos servirá,
entre otras cosas, para constatar cómo también el pensamiento moderno
“existencial” nos puede ayudar a descubrir, en la Biblia, algo nuevo, que el
pensamiento antiguo, todo el orientado en sentido ontológico, aun con toda su
riqueza, no era capaz de captar.
La página de la Biblia que narra
la zarza
ardiente (Éx 3, 1ss.) es ella misma una zarza
ardiente. Arde, pero no se consume.
A distancia de milenios no ha
perdido nada de su poder de transmitir el sentido de lo divino.
Muestra, mejor que cualquier discurso, qué sucede cuando se encuentra
realmente al Dios vivo.
“Moisés pensó: “Quiero
acercarme…””. Todavía piensa y quiere. Es dueño de sí; él es quien conduce (o
cree conducir) el juego.
Pero he aquí que lo
divino irrumpe con su ser e impone su ley: “¡Moisés, Moisés! No te acerques. Yo
soy el Dios de tu padre”.
Todo
cambió de repente. Moisés se hace dócil de golpe, sumiso. “¡Heme aquí!”, responde y se cubre el rostro, como los
serafines se cubrían los ojos con las alas (cf. Is 6, 2).
Lo numinoso está en el aire.
Moisés entra en el misterio. En esta atmósfera Dios revela su nombre: “Yo soy
el que soy”.
Trasplantada en el terreno cultural
helénico, ya con los Setenta, esta palabra fue interpretada como una definición de lo que Dios es, el Ser absoluto, como una afirmación de su
esencia más profunda.
Pero semejante interpretación,
dicen hoy los exégetas, es “completamente ajena al modo de pensar del Antiguo
Testamento”.
La
frase significa: “Yo soy aquel que estoy; o, más simplemente todavía: “¡Yo
estoy (o yo estaré) para vosotros!”.
Se trata de una afirmación
concreta, no abstracta; se refiere más a la existencia de Dios que
a su esencia, más a su “estar”, que no a lo “que es”.
No estamos lejos del “Yo vivo”,
“Yo soy el viviente”, que Dios pronuncia en otras partes de la Biblia.
Aquel día, pues, Moisés
descubrió algo muy simple, pero capaz de poner en marcha y apoyar todo el
proceso de liberación que seguirá.
Descubrió que el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob existe, está, es una realidad presente y operante en la
historia, uno con el que se puede contar.
Esto era, por lo demás, lo que
Moisés tenía necesidad de saber en ese momento, no una abstracta definición de
Dios.
Hay algo que une la experiencia
del filósofo ante la raíz del castaño y la de Moisés ante la zarza ardiente.
Ambos descubren el misterio del ser: el primero, el ser de las cosas, el
segundo, el Ser de Dios.
Pero mientras que descubrir que
Dios existe es fuente de valor y de alegría, descubrir solo que las cosas
existen no produce, según dice ese mismo filósofo, más que “náusea”.
Dios, sentimiento de una presencia
¿Qué significa y cómo se define el Dios
vivo? Por un momento he acariciado el propósito de responder a esta pregunta,
trazando un perfil del Dios vivo, a partir de la Biblia, pero luego he visto
que sería una gran tontería.
Querer
describir al Dios vivo, trazar su perfil, aun basándose en la Biblia, es recaer
en el intento de reducir el Dios vivo a idea del Dios vivo.
Lo que podemos
hacer, incluso respecto del Dios vivo, es superar “los tenues signos de
reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie”, romper las
pequeñas cáscaras de nuestras ideas de Dios, o las “vasijas de alabastro” en
las que lo tenemos encerrado, de modo que su perfume se expanda y “llene la
casa”.
En esto nos es maestro san
Agustín. El santo nos ha dejado una especie de método para elevarnos con
el corazón y la mente al Dios vivo y verdadero.
Consiste
en repetirnos a nosotros mismos, después de cada reflexión sobre Dios:
“¡Pero Dios no es esto, pero Dios no es esto!”.
Piensa en la tierra, piensa en
el cielo, piensa en los ángeles o en cualquier cosa o persona; piensa,
finalmente, en lo que tú mismo piensas de Dios, y repite cada vez: “¡Sí, pero
Dios no es esto, Dios no es esto!”.
“Busca por encima de nosotros”,
responden, una a una, todas las criaturas preguntadas. ¡Debemos creer en un Dios que está
más allá del Dios en el que creemos!
El
Dios vivo, en cuanto vivo, se puede intuir vagamente, tener de él una especie
de sensación o pre-sentimiento. Se puede suscitar su deseo, la nostalgia. Más
no.
No
se puede encerrar la vida en una idea. Por esto se puede tener de él más
fácilmente el sentimiento, o la sensación, que la idea, porque la idea
circunscribe la persona, mientras que
el sentimiento revela su presencia, dejándola en su totalidad e
indeterminación.
San Gregorio de Nisa habla de la
más alta forma de conocimiento de Dios como un “sentimiento de presencia”.
Lo
divino es una categoría absolutamente distinta de cualquier otra, que no puede
ser definida, sino solo aludida; se puede hablar de ella
solo por analogías y contraposiciones.
Una imagen que en la Biblia nos
habla así de Dios es la roca. Pocos títulos bíblicos son capaces de crear en
nosotros un sentimiento tan vivo de Dios —sobre todo de lo que Dios es para
nosotros— como este de Dios-roca.
Tratemos también nosotros de
libar, como dice la Escritura, “miel de la roca” (cf. Dt 32, 13). Más que un
simple título, roca aparece, en la Biblia, como una especie de nombre personal
de Dios, hasta el punto de que es escrito, a veces, con letra mayúscula.
“Él es la Roca, perfecta es su
obra” (Dt 32, 4); “El Señor es una roca eterna” (Is 26, 4). Pero para que esta
imagen no nos infunda miedo y sujeción por la dureza y la impenetrabilidad que
evoca, la Biblia agrega enseguida otra verdad: él es “nuestra” Roca, “mi” roca.
Es decir, una roca para
nosotros, no contra nosotros. “El Señor es mi roca” (Sal 18, 3), la “roca de mi
defensa” (Sal 31, 4), la “roca de nuestra salvación” (Sal 95, 1).
Los primeros traductores de la
Biblia, los Setenta, se asustaron ante una imagen tan material de Dios que
parecía abajarlo y sustituyeron sistemáticamente el concreto “roca” con
abstractos, como “fuerza”, “refugio”, “salvación”.
Pero, con razón, todas las
traducciones modernas han restituido a Dios el título original de roca.
Roca
no es un título abstracto; no dice sólo lo que Dios es, sino también qué
debemos ser nosotros. La roca está hecha para ser escalada, buscar refugio en
ella, no sólo para
ser contemplada desde lejos. La roca atrae, apasiona.
Si Dios es roca, el hombre debe
convertirse en un “escalador”. Jesús decía: “Aprended del dueño de casa”; “Mirad a los pescadores”; Santiago continúa diciendo: “Mirad a los
agricultores”.
Nosotros podemos añadir: “¡Mirad
a los escaladores!”. Si cae la noche o viene una tormenta, no cometen la
imprudencia de intentar bajar, sino que se agarran aún más a la roca y esperan
a que pase la tormenta.
La insistencia de la Biblia
sobre el Dios-roca tiene como objetivo infundir confianza en la criatura,
arrojando los miedos de su corazón.
“No temamos si tiembla la tierra,
si se derrumban los montes en el fondo del mar”, dice un salmo; y el motivo que
se aduce es: “Nuestra roca es el Dios de Jacob” (Sal 46, 3.8).
¡Dios existe y eso basta!
El primer biógrafo de san Francisco de
Asís, Tomás de Celano, describe un momento de oscuridad, y casi de desánimo,
que el santo vivió hacia el final de su vida, a causa de las desviaciones que
veía, en torno a sí, del primitivo estilo de vida de sus hermanos.
Estando
turbado —escribe— por los malos ejemplos, y habiendo recurrido un
día, tan amargado, a la oración, se sintió amonestado de este modo por el
Señor: ¿Por qué tú, insignificante, te turbas? ¿Acaso te he establecido pastor
de mi Orden de manera que olvidaras que yo sigo siendo el patrón principal? […]
No te turbes, pues, sino espera tu salvación, porque si la Orden se redujera
incluso a sólo tres frailes, permanecerá mi ayuda siempre estable”.
El estudioso franciscano francés
P. Eloi Leclerc, el que mejor de todos ha expuesto esta fase atormentada de la
vida de Francisco, dice que el santo fue tan reanimado por las palabras de
Cristo que iba repitiendo dentro de sí una exclamación: “Dieu est, et
cela suffit”. ¡Francisco, Dios existe y eso basta! ¡Dios existe y eso
basta!.
Aprendamos a repetir también
nosotros estas sencillas palabras cuando, en la Iglesia o en nuestra
vida, nos encontremos con situaciones similares a las de
Francisco y muchas nubes se desvanecerán.
©
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
Raniero Cantalamessa
Fuente:
Aleteia