El
Papa Francisco presidió este miércoles 12 de diciembre la Misa con motivo de la
Fiesta de la Virgen de Guadalupe en la Basílica de San Pedro del Vaticano
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| El Papa presidió la Misa de la Virgen de Guadalupe en el Vaticano. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
En
su homilía, el Santo Padre se refirió a María como una “escuela” en la que los
fieles aprenden a “caminar” hacia el Reino de Dios y a cantar las maravillas
del “Señor”.
En
concreto, destacó que la Virgen de Guadalupe es latinoamericana, y, como tal,
es “madre de una tierra fecunda y generosa en la que todos, de una u otra
manera, nos podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la
construcción del Templo santo de la familia de Dios”.
A continuación, el texto
completo de la homilía del Papa Francisco:
«Mi
alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios,
mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1, 46-48).
Así comienza el canto del Magníficat y, a través de él, María se vuelve la
primera «pedagoga del evangelio» (CELAM, Puebla, 290): nos recuerda las
promesas hechas a nuestros padres y nos invita a cantar la misericordia del
Señor.
María
nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias
tantas palabras ni programas, su método es muy simple: caminó y cantó.
Caminó
Así
nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa —pero no
ansiosa— caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del
embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con
los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para
estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se
fue, caminó para estar allí.
Caminó
al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando el Continente cuando,
por medio de una imagen o estampita, de una vela o de una medalla, de un
rosario o Ave María, entra en una casa, en la celda de una cárcel, en la sala
de un hospital, en un asilo de ancianos, en una escuela, en una clínica de
rehabilitación ... para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?» (Nican
Mopohua, 119).
Ella
más que nadie sabía de cercanías. Es mujer que camina con delicadeza y ternura
de madre, se hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los
tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en
medio de las tormentas.
En
la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos
que estar: al pie y de pie ante tantas vidas que han perdido o le han robado la
esperanza.
En
la escuela de María aprendemos a caminar el barrio y la ciudad no con zapatillas
de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos; no a
fuerza de promesas fantásticas de un seudo-progreso que, poco a poco, lo único
que logra es usurpar identidades culturales y familiares, y vaciar de ese
tejido vital que ha sostenido a nuestros pueblos, y esto con la intención
pretenciosa de establecer un pensamiento único y uniforme.
En
la escuela de María aprendemos a caminar la ciudad y nos nutrimos el corazón
con la riqueza multicultural que habita el Continente; cuando somos capaces de
escuchar ese corazón recóndito que palpita en nuestros pueblos y que custodia
—como un fueguito bajo aparentes cenizas— el sentido de Dios y de su
trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por la creación, los lazos
de la solidaridad, la alegría del arte del buen vivir y la capacidad de ser
feliz y hacer fiesta sin condiciones (cf. Encuentro con el Comité Directivo del
CELAM, Colombia, 7 septiembre 2017).
Y cantó
María
camina llevando la alegría de quien canta las maravillas que Dios ha hecho con
la pequeñez de su servidora. A su paso, como buena Madre, suscita el canto
dando voz a tantos que de una u otra forma sentían que no podían cantar. Le da
la palabra a Juan —que salta en el seno de su madre—, le da la palabra a Isabel
—que comienza a bendecir —, al anciano Simeón —y lo hace profetizar—, enseña al
Verbo a balbucear sus primeras palabras.
En
la escuela de María aprendemos que su vida está marcada no por el protagonismo
sino por la capacidad de hacer que los otros sean protagonistas. Brinda coraje,
enseña a hablar y sobre todo anima a vivir la audacia de la fe y la esperanza.
De esta manera ella se vuelve trasparencia del rostro del Señor que muestra su
poder invitando a participar y convoca en la construcción de su templo vivo.
Así
lo hizo con el indiecito Juan Diego y con tantos otros a quienes, sacando del
anonimato, les dio voz, hizo conocer su rostro e historia y los hizo
protagonistas de esta, nuestra historia de salvación. El Señor no busca el
aplauso egoísta o la admiración mundana. Su gloria está en hacer a sus hijos
protagonistas de la creación. Con corazón de madre, ella busca levantar y
dignificar a todos aquellos que, por distintas razones y circunstancias, fueron
inmersos en el abandono y el olvido.
En
la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita humillar,
maltratar, desprestigiar o burlarse de los otros para sentirse valioso o
importante; que no recurre a la violencia física o psicológica para sentirse
seguro o protegido.
Es
el protagonismo que no le tiene miedo a la ternura y la caricia, y que sabe que
su mejor rostro es el servicio. En su escuela aprendemos auténtico
protagonismo, dignificar a todo el que está caído y hacerlo con la fuerza
omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su promesa de
misericordia.
En
María, el Señor desmiente la tentación de dar el protagonismo a la fuerza de la
intimidación y del poder, al grito del más fuerte o del hacerse valer en base a
la mentira y a la manipulación. Con María, el Señor custodia a los creyentes
para que no se les endurezca el corazón y puedan conocer constantemente la
renovada y renovadora fuerza de la solidaridad, capaz de escuchar el latir de
Dios en el corazón de los hombres y mujeres de nuestros pueblos.
María,
«pedagoga del evangelio», caminó y cantó nuestro Continente y, así, la
Guadalupana no es solamente recordada como indígena, española, hispana o
afroamericana. Simplemente es latinoamericana: Madre de una tierra fecunda y
generosa en la que todos, de una u otra manera, nos podemos encontrar
desempeñando un papel protagónico en la construcción del Templo santo de la
familia de Dios.
Hijo
y hermano latinoamericano, sin miedo, canta y camina como lo hizo tu Madre.
Fuente:
ACI Prensa






