Ha
desaparecido ese dios castigador que crea mi imaginación, he tenido que
acariciar la humillación para sentirme amado
Con frecuencia el miedo me quita la alegría
y me entristece. Me da miedo que me traten de acuerdo con mi debilidad. Que
descubran mis carencias y no me quieran. Que me juzguen y me encuentren
culpable del delito de la debilidad. Y entonces pierdo la sonrisa de mis ojos y
dejo de esperar.
Saber que el Señor ha cancelado
mi condena y ha expulsado a mis enemigos me da paz. Ya no
temeré porque Dios me ama. Ya no tengo nada que temer, nada que
perder.
El
Adviento me llena de esta esperanza. Jesús viene a reinar en mi vida. Viene a ocupar el lugar
central en medio de mis angustias y mis miedos. Él lo puede todo. Puede vencer
en mí aun cuando no me deje.
Quiero
colocar ante el pesebre los miedos que me turban. Las inquietudes que me quitan la paz y la
sonrisa. Las heridas que duelen en lo más hondo de mi alma.
Puedo exclamar con las palabras
del salmo: “¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!”. Es
grande. Mucho más grande que mis temores. Y por eso puedo
estar alegre porque no estoy solo.
Jesús me invita con las palabras
de san Pablo a estar tranquilo: “Que vuestra mesura la conozca todo el
mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la
oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a
Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros
corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.
Paz,
ausencia de temor, mesura, despreocupación. ¿Es eso posible? Vivo en este mundo tan inquieto. Veo
guerra, violencia, esclavitudes. No encuentro paz.
Y me habla el Adviento de esta
paz del que se sabe dueño de su vida. ¿Soy dueño yo de mi camino? Me
veo queriendo controlar mi futuro. Me asusta dar pasos en falso. Temo no
controlar todas mis decisiones.
¿Miedo al fracaso, miedo a no
ser feliz, miedo a perder el sentido? Son miedos tan humanos. Tiene que ver con
el sentido de mi vida.
Querer
controlarlo todo me quita la paz.
No estoy dispuesto a poner mi vida en las manos de Dios. Me cuesta tanto dejar
que Jesús reine en mi vida… Sin control, sin seguros. Me duele el alma al ver
mis esclavitudes. Me asusta mi fragilidad no reconocida.
El padre José Kentenich recuerda
las palabras de san Agustín: “San Agustín dice con acierto: Quien ame el
rostro del Omnipotente no temerá el rostro de los poderosos de este mundo”[1].
Si
amo a Dios y lo coloco en el centro de mi vida dejaré de temer el rostro de los
poderosos. Los otros
no quieren mi mal. Soy yo el que elijo mi mal tantas veces huyendo por miedo a
sufrir.
Acabo eligiendo lo que no me
conviene, lo que me hace daño y me esclaviza. Huyo de mí mismo y no me
encuentro.
Si me creyera que Dios ha
perdonado mi culpa, ha perdonado mi pecado y ha levantado mi condena…
Continuamente
me encuentro con una imagen de Dios en mi corazón que me quita la paz. Creía que ya no estaba. Pero súbitamente
surge de detrás de las cortinas del alma. Renace de sus cenizas.
Un Dios que espera algo de mí.
Que quiere un sí sin reservas. Que se escandaliza ante mi pecado, ante mi
egoísmo, ante mis noes y resistencias.
Un Dios que me exige un
comportamiento ejemplar y se siente decepcionado cuando fallo. Nunca está
contento con lo que hago. Lo noto en su mirada. No acepta mis defectos y no
perdona mis debilidades.
No entiendo cómo, pero vuelve a
aparecer cuando creía haberlo destruido.
Cambio
mi mirada. Miro a ese Dios en el que de verdad creo. Ese Dios que me mira
complacido. Y se
alegra con mis éxitos. Se conmueve cuando caigo derrotado. Sonríe con mi risa.
Le duele mi tristeza cuando me oprime el pecho sin razón alguna.
Me mira diciéndome que mi vida
tiene sentido y merece la pena. Me dice al oído: “Te quiero hoy más que ayer, antes de tu
caída”.
No entiendo a ese Jesús que
quiere reinar en mí y pretende quererme de esa forma. Conoce mis límites, ha
tocado mi debilidad con rasgos de tristeza, y me dice que me ama más todavía.
Más que antes cuando yo pensaba que le ocultaba mis fragilidades. Mucho más que
antes de caer.
Yo, que me pensaba dueño de mi
vida, seguro de mis talentos y virtudes. He tenido que acariciar la humillación para
sentirme amado. He recorrido el camino del perdón para poder
encontrarme con sus ojos más verdaderos.
La lucha entre esos dos dioses
que conviven en mi interior me desconcierta. Creo que ya vence el que me mira
bondadoso. El rostro de Dios Padre que me muestra Jesús, con su amor tierno,
incondicional y gratuito.
Y surge de la muerte ese Dios juez que creía
ya muerto y olvidado. Y me juzga más incluso de lo que yo mismo
me juzgo. O quizás soy yo quien no me perdono. Y me miro mal.
Soy parte de ese Dios que creo
haber conocido alguna vez en los recuerdos de mi vida. En algún rincón
escondido de mi alma vuelve a surgir su rostro agrio, lleno de rabia, distante
y perfeccionista.
Un rostro que no es el Dios que
me causa alegría. Sino ese otro Dios que me tensiona y exige y entristece.
Creía haberlo vencido y vuelve.
Y necesito entonces mirar a
Jesús que me ama, me mira bien y no me juzga. El niño que nace. Necesito
encontrarlo. Dentro de mí. Y en otras miradas humanas que me miran así y me
hacen creer que valgo mucho más de lo que yo creo.
Esa creencia ya no me limita. Todo
lo contrario, esa fe me levanta, me alegra, me eleva sobre mis límites.
[1] Kentenich Reader Tomo 2:
Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






