La crucifixión
de nuestra carne empieza cuando abrimos los ojos con profundo amor a la carne
crucificada de nuestro Salvador
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Significa varias cosas,
según entiendo a partir de diversos autores.
1. Lo primero es estar en
guardia contra la tentación de construirnos "paraísos". Como he
comentado en otras ocasiones, según el relato del Génesis, sabemos que Adán y
Eva fueron sacados del paraíso terrenal pero la serpiente quedó allá. Con este sencillo
detalle la Biblia nos enseña que al final nos hace daño todo intento de volver
al paraíso--que en la práctica se nota en nuestra tendencia a buscar o
construir lugares que regalen de placer nuestros sentidos. Con mucha
facilidad y demasiada frecuencia sucede que la abundancia de mimo y placer
conducen a sensualidad, gula, lujuria, y también: egoísmo, vanidad y dureza de
corazón.
2. Es necesario entonces
"educar" nuestra carne, en dos sentidos: no podemos darnos
gusto en todo y necesitamos una disciplina para lograr lo mejor de
nosotros mismos. El esfuerzo debe ser a la vez evitando el exceso de placer y
animándonos en el esfuerzo de cultivar aquellas virtudes que, precisamente
porque son arduas, son también más escasas y por ello más necesarias. Esta
fase implica vencer la pereza y avanzar en la perseverancia, la constancia en
el bien, el entrenamiento necesario para las batallas que sin duda han de
llegar.
3. La mención de la Cruz en
aquello de "crucificar nuestra carne" es esencial, por
supuesto. La crucifixión de nuestra carne no empieza cuando nosotros
sufrimos sino cuando abrimos los ojos con viva atención y profundo amor a la
carne crucificada de nuestro Salvador. Sabernos así amados produce a la vez
gratitud y dolor. ¿Serías capaz de ver a tu mejor amigo, o a tu papá o tu mamá,
sufriendo horrorosamente solo por salvar tu vida? ¿No es verdad que sentirías
amor, agradecimiento pero también dolor solidario y profundo? Eso es lo que un
cristiano sincero siente ante la Cruz y ante el Crucificado. Un cristiano así
formado no hace del dolor un propósito que busca sino una realidad con la que
se encuentra allí donde encontró a su Amado Cristo, es decir, en la Cruz. Sin
esta experiencia, todo lo que se haga espiritualmente como penitencia se queda
corto en la intención.
4. Una vez que la persona
se ha enamorado del amor dulce pero tan duro y real de la Cruz de Cristo, va
sintiendo en sí mismo la necesidad de unirse a ese dolor, de distintas
maneras, sobre todo dos: como reparación por tantas ofeensas que recibe
el Corazón de Cristo, y como herramienta de combate que suplica con intenso
ardor por la conversión de los pecadores. Es aquí donde encontramos a los
santos penitentes, que se unen de un modo firme y constante con la Cruz,
deseosos de ser uno solo con el Redentror. No es que quieran reemplazar a
Cristo, como quitándolo de su lugar, que es absolutamente único, sino que
quieren estar ahí, unidos por amor que brota de Cristo y da su fruto en los
verdaderos cristianos.
5. La culminación de todo
este itinerario de amor es el deseo mismo de morir por Él, es decir, dar la
vida por su gloria, por su Evangelio y por su Iglesia. Multitud de santos han
conocido las llamas del santo deseo del martirio, que en ocasiones llega a su
culminación con el sacrificio, y en otras ocasiones queda simplemente como
deseo quemante que sin embargo perfecciona y eleva el alma.
Por: Fray
Nelson Medina, OP
Fuente:
fraynelson.com