Dios
desea que yo acepte mi historia llena de pobreza porque ese es mi camino de
salvación
Tengo que hacer lo que Jesús me dice,
seguir sus pasos por el camino de la vida para que sucedan milagros. Si sigo su
voluntad sucede lo inesperado.
A menudo me confundo. Me turbo. ¿Qué
me dice Dios en realidad? ¿Qué quiere que haga con mi vida? Quiere
que haga lo que Jesús me pide.
Me impresiona siempre de nuevo.
Voy al Santuario y María me pide que haga lo que Jesús quiere de mí. Que siga
sus pasos. Que obedezca.
¿Qué quiere que haga? El camino
de la vida no suele ser muy recto. Hay subidas, bajadas, desvíos. Hay
obstáculos y problemas. Hay altibajos, alegrías y penas.
No siempre todo es lineal en un
crecimiento hacia el cielo. No siempre estoy mejor que ayer. A veces mucho
peor. Retrocedo, o no avanzo, o vuelvo a caer en lo mismo de siempre.
No está tan claro lo que Dios me
pide, lo que espera. ¿Cómo puedo discernir cuáles de las voces
que escucho en mi interior vienen de Dios y cuáles sólo intentan confundirme?
La consolación de
Dios es la que me dan los deseos que vienen de su amor. Esa consolación no la
encuentro cuando no es así. Los buenos espíritus. No los malos. El deseo que
viene de Dios. El deseo que me hace mejor persona y ensancha mi alma. La hace
más plena y más alegre. Más limpia.
Quiero hacer lo
que Jesús me dice porque sé que por ese camino voy a ser más feliz.
Casi por egoísmo lo hago.
Dios me habla a
través de las mociones del Espíritu en mi alma. A través de personas que me hablan de Dios. A través
de circunstancias por las que me conduce.
Son las voces
que voy escuchando y me muestran el querer de Jesús en mi vida. Eso me consuela
y me da paz.
Su voz habla en
mi interior. Quiero aprender a escuchar los latidos de su
corazón. Es lo que más deseo.
No me resulta
tan sencillo porque no guardo silencio, porque no interpreto los
signos de Dios en medio de mis pasos.
Lo intento y no
siempre lo consigo. No busco el camino recto y sin problemas. No pretendo
seguir la línea fácil que tanto deseo.
Sólo quiero
hacer lo que Dios quiere de mí. Quiero seguir sus más leves insinuaciones. Pero
no todo es tan fácil. No siempre acierto.
Me dan paz las
palabras que escucho: “Dios está dentro de nuestra historia. No dirigiéndola
como un titiritero desde fuera, sino asegurándola al amarre en un puerto
seguro, a través de recorridos insondables del loco corazón humano. Todo esto
permite que nuestras historias, aunque estén torcidas, sean ya historia
salvadas porque tienen detrás un amor que la precede”[1].
No siempre voy
a elegir lo correcto. No siempre mi decisión será la decisión sabia. Pero Jesús
irá en mi barca, en mi piel, en mi alma. No se baja de mí. No me abandona a la
suerte de mis decisiones equivocadas.
No pretende que
siempre lo haga todo perfecto. Asume mi debilidad y construye sobre el
barro de mi voluntad herida.
Jesús necesita
mis debilidades, mis vacíos, mis torpezas. Cuenta con mi barro, con mi
inconsistencia. Convierte lo que en mí es pobreza en una obra de arte. Me
impresiona a mí que quiero hacerlo todo bien.
Como leía el
otro día: “La perfección para nosotros consistirá en conseguir aceptar
nuestras partes más enfermas y hacerlas convivir junto a las más sanas. Somos
las heridas que se nos han infligido, los abusos sufridos, las desviaciones
vividas, con todo lo demás de espléndido que llevamos dentro. ¿Por qué
mutilarnos, por qué rechazar algunos de nuestros aspectos?”[2].
Jesús usa todo
lo que hay en mí. La poetisa francesa Maríe Noël escribe un diálogo personal
con Dios: “Señor, Tú entonces, como un trapero, recoges las sobras, las
basuras, ¿Qué quieres hacer con ellas, Señor? El reino de los cielos”.
Sólo me
pide que no niegue mi basura, que no esconda lo que es sucio en mis
tinajas. No desea que busque sólo un agua cristalina y pura para dársela.
Quiere lo que hay en mí. Mi pobreza, mis enfados, mis pecados, mis tristezas.
Material de deshecho. Es lo que quiere.
Él desea que yo
acepte mi historia llena de pobreza. Porque ese es mi camino de salvación. Aceptar mis decisiones erradas y mis pasos en falso. Aceptar mis heridas
y mis torpezas.
Aceptarlo todo
como parte del barro con el que Dios construye. Como parte de esa agua que Dios
necesita para convertirla en vino. Si no hay agua, no hay vino.
Si no pongo
como prenda mi corazón, no hay entrega. Si guardo mi
agua por miedo a mostrar mi debilidad, no habrá vino para nadie, no habrá
milagro para poder alabar a Dios, no habrá vida para poder compartirla.
Es todo un
camino que tengo que seguir para dejarme hacer por Dios renunciando a la
perfección.
Quiero aceptar
que no soy yo el que produce el mejor vino, sino el que aporta con humildad el
agua. Mi agua.
Necesito
reconocer que no soy yo el que hace milagros, sino el que pone el barro para
sanar, curar, convertir en hijos de Dios a los suyos.
Es todo un
camino de conversión que pasa por aceptar mi debilidad como parte de mi
verdad. La pobreza de mi agua, la inconsistencia de mis pretensiones, como
parte de mi don.
Dios puede
hacer milagros con mi vida si me dejo hacer. Si se la entrego sin pretensiones.
No consiste tanto en hacer. Más bien se trata de aceptarme como soy.
Lo pongo todo a
su servicio. Para que Dios haga conmigo lo que Él quiere, no tanto lo
que yo quiero.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente: Aleteia






