Con frecuencia compruebo la fragilidad de mi amor. Me veo desnudo en mi entrega. Pobre en mi generosidad. Lánguido en mi disponibilidad.
Y escucho a
Pablo conmovido. ¡Estoy tan lejos del ideal!: “El amor es paciente, afable; no tiene
envidia; no presume ni se engríe; no es maleducado ni egoísta; no se irrita; no
lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin
límites. El amor no pasa nunca”.
Yo me siento egoísta, triste, con límites
en la fe y en la confianza. Débil para aguantar, impaciente para soportar,
frágil para resistir.
Me impresionan
las palabras de santo Tomás de Aquino: “El verdadero amor crece con las
dificultades, el falso se apaga. Por experiencia sabemos que, cuando soportamos
pruebas difíciles por alguien a quien queremos, no se derrumba el amor, sino
que crece”.
El amor se hace fuerte en la entrega. Se
hace resiliente, duradero, eterno.
Un amor así es el que les proponía el papa Francisco a los jóvenes en la
Jornada mundial en Panamá:
“Decir ‘sí’ al Señor, es animarse
a abrazar la vida como viene con toda su fragilidad y pequeñez y hasta muchas
veces con todas sus contradicciones e insignificancias. Asumir la vida como
viene. Es abrazar nuestra patria, nuestras familias,
nuestros amigos tal como son, también con sus fragilidades y pequeñeces”.
Amar así, con
el amor de Dios. Amar al diferente, al que no es como yo
esperaba. Amar al que se rebela, al que me turba, al que no me quiere.
Mi amor es frágil. Mi amor a Dios y a los
hombres.
Quisiera que
mi amor fuera un cirio encendido en medio de la noche. Una llama siempre firme.
Sin importar los vientos y las brisas.
Un amor que
viva consumiéndose muy lentamente. Sabiendo que el tiempo es eterno. Una
luz que desgarrare la oscuridad con rayos de luz y
esperanza.
Un fuego en
medio de la vida que tantas veces transcurre en la penumbra. Un fuego que venza
las tinieblas dando comienzo a la vida.
Un amor capaz
de hacerse fuerte venciendo los miedos en la tormenta, superando todas las
dudas. Necesito aprender a vivir ese amor que es más grande que mi propia vida.
Quiero mirar a Jesús.
Les seguía
diciendo el papa Francisco: “Y así lo hizo Jesús: abrazó al
leproso, al ciego y al paralítico, abrazó al fariseo y al pecador. Abrazó al
ladrón en la cruz e incluso abrazó y perdonó a quienes lo estaban crucificando.
¿Por qué? Porque sólo lo que se ama puede ser salvado. No
puedes salvar una persona, no puedes salvar una situación si no la amas. Sólo lo que se ama puede ser salvado. En
el arte de ascender la victoria no está en no caer, sino en no permanecer
caído. La mano para que te alcen. El primer paso es no tener miedo de recibir
la vida como viene, no tener miedo de abrazar la vida, como es”.
Sólo puedo amar con un amor más grande que
mis límites. Soy tan torpe y desvalido… Mi amor se enreda en celos y
dependencias. Mi amor se aturde cuando se desilusiona y desconfía. Mi amor
abandona la lucha cuando todo se vuelve costoso.
Un sí eterno me parece milagroso. No sale con facilidad de mis labios
heridos. Aspiro a un amor tan grande que supere mis límites. Un amor que no
espere nada. Que crea más allá de las dudas. Que espere superando las
desconfianzas.
Un amor que
lo soporte todo. Yo me resisto a aceptar al molesto y exigente, al que demanda
lleno de amargura.
Un amor que
lo perdone todo. Un amor misericordioso que no guarde rencor ni se enfade ante
comportamientos distintos.
Un amor que no juzgue ni condene y no viva esperando recibir lo
imposible. Un amor fiel en medio de la noche. Como ese cirio encendido que
rasga la oscuridad.
Un amor que
acoja al que no es perfecto como dice el papa Francisco: “Abrazar
la vida se manifiesta también cuando damos la bienvenida a todo lo que no es
perfecto, puro ni destilado, pero por eso no es menos digno de amor. ¿Un discapacitado,
una persona frágil es digna de amor? Sí”.
Y yo me
pregunto cada día. ¿Es posible un amor tan imposible? El
amor al frágil, al que no me parece digno. Me cuesta. Me duele el alma. Abrazar
al leproso, al rechazado por tantos.
Hay personas
que viven marginadas. No cuentan, no son amadas. No experimentan en sus vidas
el amor humano. Han dejado de creer en los milagros.
Yo estoy
llamado a amar con un amor milagroso. Es lo que siempre
me sobrecoge. Miro mi vida y compruebo que amo mezquinamente a los que me
quieren. Los quiero torpemente.
Amar a los que me odian, a los que me
hieren, me parece una meta inalcanzable. Amar al enemigo, al que no me gusta,
al que me parece indigno.
¿Cómo puedo
llegar a amar con el amor de Jesús que perdona muriendo en la cruz? No lo
entiendo. Me cuesta tanto amar bien a los que me aman. Lo otro me parece una
quimera.
Pero sigo
soñando. Y hoy de nuevo, al escuchar a san Pablo y al papa Francisco, mi
corazón se ilusiona. Arde la llama del cirio en mi alma. Vuelvo a creer en los
milagros. Vuelvo a esperar una gracia especial de Jesús que cambie mi mirada y
mi alma herida.
Sólo puedo
salvar lo que amo. Podré hacer muchas cosas. Decir palabras muy bonitas. Hablar
de realidades que todavía no suceden. Pero “si no tengo amor, no soy nada”. Dar
limosna, hacer algo por otros. Pero si no tengo amor, si no lo hago desde el
amor, de poco sirve.
Quisiera
tener un amor así de grande. Como el de Jesús. Me siento lejos al no poder
abrazar lo diferente, no besar lo distinto, no aceptar lo que me incomoda. Ese
amor tan grande es el que sueño.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia