‘Padre
de todos nosotros’ – 6ª catequesis del ‘Padre Nuestro’
El Papa bendice el vientre de una embarazada © Vatican Media |
La
audiencia general de esta mañana ha tenido lugar a las 9:25 en el Aula
Pablo VI donde el Santo Padre Francisco ha encontrado grupos de
peregrinos y fieles de Italia y de todo el mundo.
El
Santo Padre, retomando el ciclo de catequesis sobre el Padre nuestro, se ha
centrado en el tema “Padre de todos nosotros” (Pasaje bíblico: Del
Evangelio según San Lucas 10, 21-22)
Tras
resumir su discurso en diversas lenguas, el Santo Padre ha saludado en
particular a los grupos de fieles presentes procedentes de todo el mundo.
La
audiencia general ha terminado con el canto del Pater Noster y
la bendición apostólica.
Catequesis del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos
nuestro itinerario para aprender cada vez mejor a rezar como Jesús nos enseñó.
Tenemos que rezar como Él nos enseñó a hacerlo.
Él
dijo: cuando reces, entra en el silencio de tu habitación, retírate del mundo y
dirígete a Dios llamándolo “¡Padre!”. Jesús quiere que sus discípulos no sean
como los hipócritas que rezan de pie en las calles para que los admire la gente
(cf. Mt 6, 5). Jesús no quiere hipocresía. La verdadera oración es la que se
hace en el secreto de la conciencia, del corazón: inescrutable, visible solo
para Dios. Dios y yo. Esa oración huye de la falsedad: ante Dios es imposible
fingir. Es imposible, ante Dios no hay truco que valga, Dios nos conoce así,
desnudos en la conciencia y no se puede fingir. En la raíz del diálogo con Dios
hay un diálogo silencioso, como el cruce de miradas entre dos personas que
se aman: el hombre y Dios cruzan la mirada, y esta es oración. Mirar a Dios y
dejarse mirar por Dios: esto es rezar. “Pero, padre, yo no digo palabras…” Mira
a Dios y déjate mirar por Él: es una oración, ¡una hermosa oración!
Sin
embargo, aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae en el
intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo fuera
de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y
situaciones, los problemas, tantas cosas, todas las llevo en la oración.
Hay
una ausencia impresionante en el texto de “Nuestro Padre”. ¿Si yo preguntase a
vosotros cual es la ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro? No
será fácil responder. Falta una palabra. Pensadlo todos: ¿qué falta en el Padre
nuestro? Pensad, ¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la que en nuestros
tiempos, -pero quizás siempre-, todos tienen una gran estima. ¿Cuál es la
palabra que falta en el Padre nuestro que rezamos todos los días? Para ahorrar
tiempo os la digo: Falta la palabra “yo”. “Yo” no se dice nunca. Jesús
nos enseña a rezar, teniendo en nuestros labios sobre todo el “Tú”, porque la
oración cristiana es diálogo: “santificado sea tu nombre, venga a
nosotros tu reino, hágase tu voluntad”. No mi nombre, mi reino, mi voluntad. Yo no,
no va. Y luego pasa al “nosotros.” Toda la segunda parte del “Padre Nuestro” se
declina en la primera persona plural: “Danos nuestro pan de cada día, perdónanos
nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos
del mal”. Incluso las peticiones humanas más básicas, como la de tener comida
para satisfacer el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie
pide el pan para sí mismo: dame el pan de cada día, no, danos, lo
suplica para todos, para todos los pobres del mundo. No hay que olvidarlo,
falta la palabra “yo”. Se reza con el tú y con el nosotros. Es una buena
enseñanza de Jesús. No os olvidéis.
¿Por
qué? Porque no hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No
hay ostentación de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el
mundo que sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de
una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad,
somos hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, “nosotros”. Una vez el
capellán de una cárcel me preguntó: “Dígame, padre, ¿Cuál es la palabra
contraria a yo? Y yo, ingenuo, dije: “Tú”. “Este es el principio de la guerra.
La palabra opuesta a “yo” es “nosotros”, donde está la paz, todos juntos”. Es
una hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un
cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas que están a
su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que se ha
cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles; no los
aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su
alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los
pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón es ¿cómo es?
¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al Señor que
nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. “Ablanda, Señor, mi
corazón”. Es una oración hermosa: “Señor, ablanda mi corazón, para que entienda
y se haga cargo de todos los problemas, de todos los dolores de los demás”.
Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía
una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión,
como las entrañas de una madre. Este “sentir compasión” –no olvidemos esta
palabra tan cristiana: sentir compasión- es uno de los verbos clave del
Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a acercarse al hombre herido al
borde del camino, a diferencia de otros que tienen un corazón duro.
Podemos
preguntarnos: cuando rezo, ¿me abro al llanto de tantas personas cercanas y
lejanas?, ¿O pienso en la oración como un tipo de anestesia, para estar más
tranquilo? Dejo caer la pregunta, que cada uno conteste. En este caso caería
víctima de un terrible malentendido. Por supuesto, la mía ya no sería una
oración cristiana. Porque ese “nosotros” que Jesús nos enseñó me impide estar
solo tranquilamente y me hace sentir responsable de mis hermanos y hermanas.
Hay
hombres que aparentemente no buscan a Dios, pero Jesús nos hace rezar también
por ellos, porque Dios busca a estas personas más que a nadie. Jesús no vino
por los sanos, sino por los enfermos, por los pecadores (cf. Lc 5, 31), es
decir, por todos, porque el que piensa que está sano, en realidad no lo está.
Si trabajamos por la justicia, no nos sintamos mejor que los demás: el Padre
hace que su sol salga sobre los buenos y sobre los malos (cf. Mt 5:45). ¡El
Padre ama a todos! Aprendamos de Dios que siempre es bueno con todos, a
diferencia de nosotros que solo podemos ser buenos con alguno, con alguno que
me gusta.
Hermanos
y hermanas, santos y pecadores, todos somos hermanos amados por el mismo Padre.
Y, en el ocaso de la vida, seremos juzgados por el amor, por cómo hemos amado.
No solo el amor sentimental, sino también compasivo y concreto, de acuerdo con
la regla evangélica -¡no la olvidéis!- “Todo lo que hicisteis a uno de estos
hermanos míos, más pequeños a mí lo hicisteis”. Así dice el Señor. Gracias.
Fuente:
Zenit