Un
joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para llegar a
ser santo. Y ella le contestó: "Lavar muchos baños"
![]() |
Kamil Szumotalski/ALETEIA |
Mi vida mira a Jesús resucitado. Mira hacia
delante pensando en la vida eterna. No como consuelo para los males de este
mundo. Sino como el paraíso perdido que anhela mi corazón insatisfecho. Anhelo
la plenitud que no poseo.
Mi felicidad de ahora tiene su descanso en
una felicidad plena en el cielo. Aquí
sonrío con los pequeños regalos de la misericordia de Dios. En el cielo
sonreiré sin miedo, sin descanso, sin vacíos ni nubes. Allí sólo el sol
brillará por encima de tantas sombras que carga hoy mi alma.
Me gusta ver
mi vida así. Como la antesala de un cielo que sueño, anhelo y deseo. Miro
hacia delante sin temor a la muerte.
Soy
bienaventurado ya aquí en la tierra porque poseo las primicias de lo que será
la vida para siempre. Sin sombras, sin temores.
Es verdad que no
puedo abarcar la eternidad en la que no rige el tiempo. Un paraíso en el que no
hay comienzo ni final. No lo entiendo.
Porque estoy acostumbrado a medir las horas. A calcular los días. Y una
felicidad eterna se escapa de mis manos. Acostumbrado como estoy a dar sólo
pequeños sorbos de una alegría pasajera.
No concibo un sí eterno, un amor eterno, un
abrazo eterno. Sé
que el cielo que deseo es un don, pero Dios cuenta conmigo, con mi sí torpe y
lánguido.
Dice san
Agustín: “Aquel
que nos creó y nos redimió sin nosotros, no nos lleva a la eterna
bienaventuranza sin nosotros”. Necesita que le diga que lo amo. Que deseo
estar con Él.
El cielo no se gana. Aunque diga a veces esa tradicional
expresión: “Te
estás ganando el cielo.”
Como si el cielo fuera un pago por mi
esfuerzo constante, por mi entrega generosa. Desaparece así de mi alma la
gratuidad. Y eso es lo que no quiero.
Quiero, más
que nada, que el cielo sea un don. Que
Jesús mire mi miseria y mi pobreza y se conmueva. Y me abra los brazos para
recibirme a la puerta de un amor eterno con el que me sostiene.
Leía hace
poco: “La
muerte no es una calamidad para el que muere, lo es sólo para quienes quedan
atrás; porque la muerte es la liberación, el gozo, la paz eterna y la tranquilidad. Los días del hombre son cortos y están
llenos de pesadumbre. ¿Qué hay en el mundo que pueda ofrecerse como un
consuelo?”[1].
Esa mirada
sobre la tierra no es la mía. No miro así mi vida ni la vida de tantos que
sufren. No la juzgo como un duro valle de lágrimas. La miro como un
paso que lleva a la vida verdadera dejando atrás el camino recorrido.
Pienso en la
vida que llevo y me alegra vivir el presente. No anhelo llegar ya al cielo.
Quizás puede esperar. No conozco a tantos que deseen su pronta muerte. Quiero
aprender a vivir el hoy sin miedo. Sabiendo que son sólo piedras que cargo
construyendo un castillo en el cielo.
Recuerdo a la
Madre Teresa: “No se trata tanto de hacer muchas cosas o
de hacer grandes cosas sino más bien del amor que ponemos en todo lo que
hacemos.”
Amar en todo
lo que hago. Tal vez sea el camino más corto de la felicidad. Y no creerme
nadie especial por hacerlo.
Cuentan que
un joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para
llegar a ser santo. Y ella le contestó: “Lavar muchos baños”.
Me conmueven
sus palabras. No le pidió que predicara muchos retiros. Le pidió sólo que
lavara los pies como hizo Jesús un jueves santo. ¿Cómo camino al cielo?
Seguramente.
El cielo está
lleno de personas humildes. O casi mejor, la tierra tiene más cielo cuando
abundan las personas humildes que lavan baños. Que se
arrodillan para servir. Que entregan su vida lavando los pies sucios de sus
hermanos. Hace falta mucha humildad para vivir así la propia vida.
San Felipe Neri, al ofrecerle cargos muy
dignos en la tierra, dijo: “Prefiero el paraíso”. Huyó de las dignidades humanas.
Yo necesito ser más humilde. Mi orgullo me
lleva a levantarme. Se rebela ante las injusticias. No quiere que mi amor
propio sea herido. No se conforma con recibir un poco, quiere siempre más.
Y si se
siente digno por algún motivo, detesta las humillaciones y los servicios en
apariencia poco dignos y reconocidos. Prefiere los primeros lugares y desea el
reconocimiento de los hombres. Sin importarle tanto el de Dios.
Mi corazón no
se humilla para besar la tierra. Es altivo y busca besar el cielo. Se eleva a
la altura de las estrellas. Y siente que todos deberían alabar su belleza.
¡Cuánta
pobreza tengo dentro de mi alma! ¡Cuánta vanidad hace que mi
corazón sea engreído! No tengo la humildad para servir a los hombres. No me
abajo para lavar los baños.
¿Mi camino de
santidad? Busco ser reconocido y dejar huella en este mundo. Acaricio la tierra
de mi presente como si fuera la última estación de mi viaje.
Miro a las
estrellas. No me conformo. Camino hacia el cielo con paso quedo. Puedo dar
siempre más. Puedo amar con un corazón más grande, más
roto, más de niño, más humilde. Yo también prefiero el paraíso.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia