Es
posible acompañar el dolor de otros mientras mi corazón duele en lo más
profundo, mira cómo
![]() |
Jose A. Thompson/Unsplash | CC0 |
Porque
el cristiano se avergüenza de sus incoherencias. Y ver el cuerpo de Cristo
tan herido y roto escandaliza los corazones inocentes. Cuesta aceptar la
debilidad del cuerpo de Jesús. Cuesta mirar con paz su carne enferma.
En
ocasiones prefiero extirpar lo que está podrido para que no se pudra todo el
cuerpo. Lo hago en mi propia vida. Pero aun así dudo de una santidad libre de
toda culpa.
Me
desilusiono al esperar más de lo que veo y chocarme una y otra vez con la
fragilidad humana. Con la debilidad de la Iglesia.
Tal
vez deseo una perfección que nadie posee, ni yo mismo. No me conformo con la
realidad como es. Me rebelo contra el pecado y la impureza que veo en
mí y en otros.
Sueño
con una perfección que no existe en carne humana. Sólo en Cristo que no tuvo
pecado. Pero luego veo la impureza, la indecencia, la incoherencia, la
debilidad y me duele el alma.
Sé
que tengo que curarme a mí mismo antes de querer curar a otros: “Y Jesús
les dijo: – Sin duda me recitaréis aquel refrán: – Médico, cúrate a ti mismo”.
Soy
consciente de mi pecado. Sé que quiero curar a otros mientras veo en mí la
herida, el dolor, la fragilidad, la enfermedad. Y escucho en el
alma: “Médico, cúrate a ti mismo”.
Intento
curar mis heridas. Una a una. Sé cuáles son. Tengo claro que yo curo desde
mi herida abierta. Desde mi dolor manifiesto.
No
puedo esperar a estar yo bien y perfecto para poder servir de ayuda a alguien.
Eso no va a ocurrir nunca.
Nunca
estaré en perfecto estado. Nunca luciré una vida sin mancha ni pecado. Nunca mi
piel estará libre de arrugas y cicatrices.
Soy
capaz de acompañar el dolor de otros mientras mi corazón duele en lo más
profundo. Puedo aligerar la carga de muchos corazones mientras el mío va
cargado.
Sé
que solo no puedo hacerlo, por eso las palabras del salmo me dan
esperanza: “Mi boca contará tu salvación, Señor. A ti, Señor, me acojo. No
quede yo derrotado para siempre; Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo.
Inclina a mí tu oído, y sálvame”.
Es
Jesús, el sanador herido, quien me convierte en médico enfermo. Médico que cura
a quien tiene fe en la salvación.
En
Nazaret no creían en el poder de Jesús. Por eso querían matarlo. Jesús, al no
ver fe en ellos, siguió su camino: “Pero Jesús se abrió paso entre ellos y
se alejaba”. Muchos enfermos no fueron curados allí. Faltó fe.
Siempre
hace falta fe. Siempre es necesario que yo crea para que otro pueda hacer
algo por mí. Jesús va a curar a los que tienen fe.
A
veces me encuentro con personas que no creen y no quieren ser curadas. Vuelven
a lo mismo de siempre, porque no quieren cambiar. Están cerradas. Viven en
su dolor, en su enfermedad y no desean cambios. Sólo puedo pasar de largo. Y
llegar al que tiene deseo, necesidad, fe.
Cuando
el papa Francisco habla de la periferia se refiere a esto. A veces sólo
quiero que refuercen mis creencias cuando escucho al que me habla de Dios.
Quiero
que me digan que están de acuerdo con lo que yo ya pienso. Busco que
condenen al pecador para justificar mi perfección. Y no logro percibir mi
pecado.
En
el fondo de mi alma no quiero que nada cambie en mi interior. Me falta fe. No
deseo la conversión de mi corazón herido.
No
quiero ser curado quizás porque no sé lo profunda que es mi herida. No me doy
cuenta de la impureza de mis intenciones. De la podredumbre de mi piel.
Me
creo que no tengo que perdonar a nadie y no acabo de comprender que la amargura
que tengo tiene un origen.
Habrá
alguna herida de mi pasado que no logro ver. Un rostro concreto. O muchos
rostros. Tal vez no soy consciente de que mi ira tiene detrás rostros y
heridas de algún tiempo ya olvidado.
Tengo
mi lista de personas que me han hecho daño. Y sigo pensando que los enfermos
son los otros y no yo.
Sólo
cuando me detengo y callo, cuando me arrodillo y siento, afloran a la
superficie de mi alma sentimientos encontrados. El deseo de perdonar y ser
perdonado. El deseo de cambiar y seguir como hasta ahora. El deseo de
curar a otros y de ser curado yo mismo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia