La confianza recibida me da un poder inmenso, usarlo
abusivamente es enfermizo
![]() |
Baranov E | Shutterstock |
Tener o no tener poder no me resulta
indiferente. Me atrae el poder. Me gusta poder hacer cosas. Saber sobre muchos
temas. Tener la posibilidad de realizar lo que sueño. El poder me abre puertas.
No poder hacer lo que quiero me incapacita. Me limita. Me frustra.
Todos
en la vida tenemos poder. La pregunta es cómo lo uso. Puedo usarlo para hacer el bien. Puedo
abusar del poder que me han confiado. El poder que tengo es siempre un don.
Alguien me ha dado ese poder.
Jesús le decía a Pilatos: “Pilato
entonces le dijo: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para
soltarte, y que tengo autoridad para crucificarte? Jesús respondió: Ninguna
autoridad tendrías sobre mí si no se te hubiera dado de arriba; por eso el que
me entregó a ti tiene mayor pecado”. Jn 19,10-11.
Alguien me ha dado el poder que
tengo. La autoridad me viene de Dios. Son otros los que me dan el poder sobre
sus vidas. El poder viene de lo alto. Puedo usarlo bien o mal. Soy responsable del
poder que recibo.
Cuando amo a una persona le doy
poder sobre mi vida. Y le doy la posibilidad de amarme en correspondencia:
“Amar a alguien es darle la posibilidad de corresponder a ese amor. El mayor
don que se puede otorgar a alguien es darle la posibilidad de poder darse él
mismo, entregarse por amor. Mayor felicidad hay en dar que en recibir”[1].
Puedo
entregar a otro el poder sobre mí, a través de mi amor. ¿Cómo uso el poder que recibo? Es gratuidad.
No es un derecho. Puedo usarlo con dignidad. Puedo enaltecer a quien amo. O
puedo tratarlo sin respeto.
El
poder usado abusivamente es algo enfermizo. Tener poder sobre alguien es una
responsabilidad inmensa. Puedo usar el poder con amor. Puedo hacer daño a los
que se me confían.
La
confianza recibida me da un poder inmenso. Alguien se abre a mí y cree en mí. Y
yo tengo que ser para esa persona un reflejo fiel del amor de Dios.
Me gustaría no tener poder
muchas veces. Para no ser tentado. Para no creerme
más de lo que soy. La impotencia sentida en la piel me hace más humano. Me
confronta con mis límites.
Siento el deseo de ser
omnipotente. Saberlo todo. Tenerlo todo. Controlarlo todo. Ese poder de Dios
que tanto me atrae y seduce. Quiero ser como Dios.
Pero el poder que recibo me
vuelve orgulloso. Creo que lo puedo todo. Que soy capaz de todo. Yo sé lo que
hay que hacer. Sé lo que conviene.
Y puedo abusar de mi autosuficiencia pensando
que nadie tiene tanto poder. Me busco a mí mismo. Pretendo que me sirvan.
Porque me siento poderoso. Como si todo estuviera en mi mano.
Me hace bien tocar la impotencia
de mis fragilidades. Me gustaría expresarle a Dios que nada puedo sin Él.
Decía el padre José Kentenich: “Dios
Padre tiene una ´debilidad´ característica; y es que no puede resistir al
desvalimiento de un hijo suyo, cuando este lo conoce y reconoce. Filiación
significa ´impotencia´ del Dios excelso y al mismo tiempo ´omnipotencia´ del
hombre insignificante”[2].
Dios
es impotente ante mi impotencia.
Es una paradoja. Cuanto más altivo y seguro de mí mismo
aparezco ante sus ojos, más débil se siente para poder atraerme con lazos de
amor. Es como si no lo necesitara. Creo que lo puedo hacer todo
solo.
Sólo
cuando me desprendo de mi orgullo y vanidad puedo doblar la rodilla ante Dios, ante María. Entonces caigo, sucumbo.
Experimento en mi carne el pecado, el abuso.
Siento que si no dejo que Dios
gobierne en mí seré un déspota, abusaré del poder que me confían, dejaré que me
sirvan sin ponerme yo a servir a los más débiles.
Pasaré por encima de la
fragilidad de los hombres. Me erigiré en juez que condena cualquier infracción. Inflexible con
la debilidad de los hombres.
Me
hace bien probar el polvo de la caída. Tocar el dolor de la traición. Experimentar la mancha en mi
piel por la crítica y la condena de los hombres.
Aprenderé a construir sobre la
arena de mis fracasos y miraré conmovido a Dios impotente ante mi incapacidad.
No quiero convertirme en
abusador de los débiles e inocentes. Conozco el poder de mi palabra. Y la
fuerza de mis gestos.
Sé que puedo pasar por encima
del que busca amor y comprensión. Puedo ofender casi sin darme cuenta.
Puedo
pedirles a los demás lo que yo mismo no estoy dispuesto a hacer. Puedo dejar de llevar yo grandes cargas.
Y permitir que otros caigan bajo el peso de mis exigencias.
No lo quiero. Huyo
entonces de ese poder que me lo da Dios para que lo use
con respeto
infinito. Para que me acerque de rodillas a los que Dios pone
al alcance de mi amor. Para que no quiera que hagan lo que yo deseo. Para que
sólo invite a seguir el camino de Jesús misericordioso.
Que mis palabras sean firmes y
llenas de misericordia. Que mis exigencias sean expresadas en mi
propia vida, no en mis palabras. Que no pida nada que yo no haga.
Que no busque que nadie pierda
su libertad poniéndomela en mis manos. Al contrario. Renuncio a todo poder
dándole a Dios y a María el poder sobre mi vida. Ellos son los que tienen
poder.
Yo soy el impotente. No puedo
con mi carga. No puedo amar como Dios me ama. No juzgo. No condeno. Entrego
mi vida rota en las manos de Dios. Le entrego el poder sobre mi vida.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia