Tengo una herida, la mía, nadie más la tiene igual, la forma de mi herida es mi forma original de vivir...
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El demonio tienta a Jesús. En la soledad del desierto es tentado. Ser tentado es lo más humano. La tentación me toca en mi debilidad.
La debilidad de Jesús era ser hombre. Había
renunciado al poder de Dios.
No lo sabía todo, no lo podía todo, no estaba en todas partes, no era inmortal. Se
había limitado en el tiempo y en el espacio. No podría
hacer uso de su esencia divina. Era Dios y era hombre.
No conocía el
pecado. No estaba roto por el pecado original. No tenía la fragilidad que al
hombre lo lleva a hacer el mal.
Hay en mí dos fuerzas internas que luchan
continuamente. Una de
ellas surge de la bondad de mi alma. De ese Abel que tengo muy dentro.
Y otra fuerza
me lleva al mal. A querer el mal. A buscar la maldad que en realidad no deseo.
El pequeño Caín que llevo dentro.
Y el
demonio conoce mi fragilidad. Sabe que estoy roto y que puede
fácilmente vencer mis resistencias.
Puede insinuarme paraísos terrenos que
calmarían mi sed de infinito.
Me muestra un cielo en la tierra que él se ha inventado.
Haciéndome
creer que seré feliz si como de ese árbol prohibido. O sigo sus pasos hacia el
vergel que él me presenta tan atractivo en medio de mi desierto, un espejismo.
El demonio
conoce la renuncia de Jesús. Es el hijo de Dios. Sabe cómo puede tentar a
Jesús. Porque Jesús ha abrazado la carne humana.
Y conoce al
mismo tiempo quién es su Padre que lo ama: “Este es mi hijo amado, mi
predilecto”. Escuchó su voz en el Jordán y algo saltó en su
vientre.
Un anhelo de
infinito que encontraba un eco muy hondo. Era Dios. Era el hijo de Dios. Pero no
tenía todo el poder de Dios.
Limitado en
su carne había abrazado el querer de hombre. Su voluntad débil. Su alma frágil.
El demonio se
acerca sigiloso en el silencio de su desierto. Lo ve con hambre, necesitado
porque es hombre.
Lo tienta con la posibilidad de no dejar de
ser Dios. Es la mayor tentación para el Hijo de Dios. No tiene por qué renunciar a tanto.
Podría ser Dios entre los hombres. Capaz de todo. Sin límites. Hacedor de
milagros. Un mago.
¿Para qué
tanta renuncia? ¿Qué sentido tiene? Podría salvar a todos. Ser adorado por
todos. Respetado por todos. Incluso temido por todos. ¿Por qué no?
El demonio
tienta a Jesús que es hombre, que es Dios. También me tienta a mí como hombre. Quiero
ser como Dios. Quiero ser perfecto y hacerlo todo bien. Quiero
hacer todo lo que me propongo.
El demonio
conoce mi debilidad humana y se acerca. Tengo una fragilidad en mi alma. Dice
el padre José Kentenich:
“El hombre siempre tuvo dificultades para
arraigarse en el mundo sobrenatural porque su naturaleza está lesionada,
agobiada e infectada por el pecado original”[1].
Soy débil.
Tengo una herida, la mía, nadie más la tiene igual. La
forma de mi herida es mi forma original de vivir. Estoy
herido.
Comenta san
Agustín:
“Aunque en el Paraíso, antes de pecar, no
podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía
todo lo que quería; pero ahora, el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad
[en vez de semejante a Dios]; pues ¿quién podrá referir cuánta inmensidad de
cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece?”[2].
Soy frágil en
mi pecado. Ahora no puedo hacer lo que quiero hacer.
Antes lo que no podía no lo quería. Ahora lo deseo, lo quiero. No acepto la
renuncia. Me rebelo contra la impotencia.
Sueño con lo que no he elegido. Desprecio
lo que poseo. Anhelo
lo que no me pertenece. Por envidia, por vanidad, por orgullo.
El demonio
conoce mi alma enferma y me seduce mostrándome como posible lo que
deseo. Sabe que soy frágil en mis amores. Y que lo que hoy
deseo mañana lo cambio sin problema.
Conoce la
facilidad con la que caigo en la infidelidad y lo rápido que me canso de las
cosas. Conoce mi alma hasta lo más profundo y por eso me tienta. Me muestra
como posible lo que mi alma apetece. Quiere que lo posea todo, que lo sea todo,
que lo pueda todo.
¿Cuál es mi mayor tentación? Tendrá que ver
con mi herida fundamental. Con mi carencia más honda.
O no he sido
tan querido como necesito. O no me han valorado en mi entrega y generosidad. O
me han dejado solo y no me han buscado ni enaltecido cuando lo necesitaba. O no
me han dejado la libertad que precisaba y estoy herido.
Y entonces la tentación
entra como el agua por la grieta. Se desliza suavemente sin
hacer ruido. Cuando intento darme cuenta es tarde. Hay un fango en mi interior
que retiene mis pasos. No puedo salir.
La voluntad
claudica y me veo arrastrado hacia dónde no quiero ir. Es
un muro contra el que choco sin poder resistirme. Imposible resistir su fuerza.
Tal vez
demasiado tarde para oponer resistencia. Cuando he dejado entrar el agua suave, o la brisa
suave, sin hacer nada por evitarlo.
Ya está todo
hecho. Una vez el agua dentro, o el viento dentro. No
puedo pararlo con mi voluntad. He caído. Y me maldigo a mí mismo.
Pero no es
culpa mía por esa caída última. Es más bien antes cuando debería haber parado
los pasos. Antes de todo. Cuando aún era más fuerte que el agua débil o que la
brisa suave. En ese momento podía. Después ya no.
El demonio
tienta a Jesús con la posibilidad de satisfacer sus deseos. Le ofrece renunciar
a sus límites para poder ser Dios:
“Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al
final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: – Si eres Hijo de Dios, dile a
esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: – Está escrito: – No
sólo de pan vive el hombre”.
Es la primera
tentación. Jesús tiene hambre y sed después de cuarenta días. Son necesidades
básicas. Basta una orden suya para conseguir alimento. Aquel
que resucitará a los muertos y dará de comer a tantos, ¿no podría en su
necesidad satisfacer su hambre?
Era sencillo
hacerlo. Trasgredir una norma en beneficio propio. ¿Era ese el sentido de su
camino en la tierra? ¿Había asumido mi condición mortal para satisfacer sus
propios deseos?
Tienta también el demonio a Jesús con la
posibilidad de ser poderoso:
“Después, llevándole a lo alto, el diablo
le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: -Te daré el
poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien
quiero. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: –
Está escrito: – Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto. Entonces
lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: – Si eres Hijo
de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: – Encargará a los ángeles
que cuiden de ti, y también: – Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no
tropiece con las piedras. Jesús le contestó: – Está mandado: – No tentarás al
Señor, tu Dios”.
Dueño de
todos los reinos. Inmortal. Invencible. ¿Acaso no era Dios? Esa tentación podía
debilitar el corazón de Jesús. Podría hacerlo dudar. Hacer uso de su poder
divino. Olvidarse de su impotencia. Renunciar a la pobreza de la carne. Y
adorar al demonio. Volver el corazón hacia el mal.
Hoy siento
que me gusta estar protegido y no caer. No quiero ser herido. No
quiero morir. Pero también sé que no tengo que servir al mal para conseguirlo.
Miro a Dios y
escucho las palabras que hoy repito en el salmo:
“Está conmigo, Señor, en la tribulación. No
se te acercará la desgracia. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no
tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y
dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre,
me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo
glorificaré”.
El Señor es
mi Dios. Él me protegerá. No tengo que temer los infortunios ni las desgracias.
Miro mi historia sagrada.
Hoy escucho
la historia de Moisés:
“Mi padre fue un arameo errante, que bajó a
Egipto, y se estableció allí. Luego creció hasta convertirse en una raza
grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y
nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, y el Señor
escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia.
El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran
terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta
tierra, una tierra que mana leche y miel”.
Miro mi
propia historia. He sido salvado. No tengo
que renunciar a nada para vivir confiado. Dios me lleva en la palma de su mano.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: ACI Prensa






