A menudo mis tristezas las provocan los desprecios
de los hombres, sus acciones u omisiones me causan daño, me han herido... ¿de
dónde sacaré la fuerza?
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Cuando ya se acerca tímidamente la Pascua,
me detengo a celebrar este domingo de alegría. Dejo de lado las tristezas y
siento que el corazón se ensancha, se hace más grande.
Me gusta alegrarme cuando aún no tengo
razones. Es posible mirar más alto, más lejos.
A veces me
invade la tristeza sin motivo alguno. La alegría y la tristeza pueden ir de la
mano. En medio de una desgracia necesito una carcajada. En
medio de mi alegría desbordante, me viene bien un momento de sosiego y
silencio.
Los extremos
se unen. Cristalizan en mi corazón que no quiere permanecer endurecido.
En ocasiones
me veo buscando enfermizamente la satisfacción de mis deseos. Pero no soy feliz
cuando lo logro.
Creo que la alegría compartida es más grande.
Al igual que la tristeza acompañada pesa menos en el alma. Es bonito lograr
cosas junto a otros, no en soledad.
Decía el papa
Francisco: “Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando
dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un gran
esfuerzo compartido”[1].
El amor me pone en camino. Me anima a
lograr metas. ¿Cuándo fue la última vez que logré algo importante con otros?
Recorrer un
camino largo acompañado. Vencer los obstáculos que parecían imposibles.
Apoyarme en la fuerza de otros para seguir luchando, andando. Confiar gracias a
su fe cuando todo parece perdido.
Los éxitos logrados en comunidad tienen más
peso. No quiero vivir
aislado buscando ser feliz yo solo, sin pedir ayuda, sin ayudar a otros. No
funciona.
Luchar juntos
por llegar más lejos sí da fruto. La Cuaresma la vivo con otros. Estoy en
camino recorriendo la vida. No me salvo solo. A veces
se me olvida.
Vivir la vida con otros representa un gran
desafío. Sé que es
vivir en comunidad lo que más alegra mi alma. Y la soledad que a veces busco
puede volverme infeliz.
Pero a
menudo mis tristezas las provocan los desprecios de los hombres. Sus acciones u
omisiones me causan daño. Me han herido. Me he sentido
ignorado. No me han dado tanto como yo esperaba.
En comunidad
sufro y me alegro al mismo tiempo. Me gustaría cultivar en mi alma un espíritu
alegre que aprenda a reírse de la propia vida. Menos amor propio, más humildad. Así
sufriría menos con los desprecios. Y estaría más alegre
con mi vida.
Decía el padre José Kentenich: “Debemos
ser maestros de alegría, modelos de alegría, debemos aprender el
arte de alegrarnos de cada pequeñez en el camino de las pequeñas cosas»[2].
Si pudiera
alegrarme de todo lo que me pasa… Vivo en tensión tratando de ser feliz y no lo
consigo.
Hoy me asomo a la Pascua. Veo el
paso de Jesús resucitado en medio de su camino al Calvario. Previvo de forma
anticipada su resurrección. Mi corazón entonces se calma.
Quiero poner
ante Dios mis tristezas. Son esas pequeñas semillas de amargura que he dejado
que otros siembren en mi corazón. O yo mismo las he regado sintiéndome pequeño
y humillado.
No me hace
bien la tristeza. Y me hace muy bien sonreír, reír a carcajadas y tomarme la
vida no demasiado en serio.
Las cosas
tienen el peso que tienen, no el que yo les doy, no el que los demás les dan.
No me tomo tan en serio mis fracasos. Y aprendo a sonreír
cargado de dolores.
Jesús lo hace
camino al calvario. Antes pasó por el huerto de los olivos y entregó
sus miedos. En eso consiste la vida.
Pongo mi vida
pequeña en las manos de Dios. En Él confío. Mi alma se alegra en el Señor. “Alegría
es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere”[3].
Es la alegría de saber que mi vida descansa
en Dios. Él me espera en el camino con los brazos abiertos.
Me espera con
una fiesta. Me viste con los mejores trajes. Me calza sus sandalias. Tiene
pensado para mí el mejor banquete.
¿Por qué tengo
miedo? Jesús me pide que no tema. El Señor se lo dijo a san Pablo en una
visión: “No
tengas miedo. Piensa que yo estoy contigo y que nadie te atacará para hacerte
daño”. Hech
18,9.
Me lo dice a
mí hoy para que sonría y no tema. Me sostiene en mi pobreza y me dice que me
ama. ¿Puede
haber un motivo mayor para estar alegre?
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia