En este
mundo es posible ver la belleza y lo bueno, creer, alegrarse, encontrar el
cielo en el infierno...
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| By Jamesboy Nuchaikong | Shutterstock |
Mirar con ojos de niño me permite ver lo
bueno que hay a mi alrededor. Miro a las personas y veo su belleza. Miro el
mundo y elijo la luz. Cuando nadie confía en mí, yo decido confiar. En medio de
un mundo corrupto me decanto por la fidelidad.
No quiero caer en la tentación
de pensar que todo está sucio y que nada puede ser digno de confianza.
No quiero temer que en algún
momento me van a defraudar. Puede que ocurra, pero no lo espero. En mi
corazón tengo la elección primera.
Puedo
tener mirada pura y elegir ver lo bueno. O puedo tener una mirada impura, y quedarme sólo con lo
sucio.
Sé muy bien que lo impuro nace
de mi corazón, no viene de fuera, como a veces me dicen. No viene de los demás
o del mundo que está en decadencia.
Soy yo, con mi alma frágil y herida, el que odia, teme, rechaza, elige el mal,
opta por el fraude. Soy
yo el que se queda con la fruta podrida, en lugar de elegir la que está en buen
estado. Soy yo en mi corazón.
De mí depende entonces mirar de
forma diferente. Decía el padre José Kentenich:
Es fácil mirar con ojos de
escarabajo. Veo la suciedad escondida. Denuncio los abusos ocultos.
Anuncio la corrupción encubierta. Veo lo malo en las personas. No me fío de
nada, de nadie. ¡Cuántas veces camino por la vida como un escarabajo!
En la película Cafarnaún reina
el caos. Desde lo alto se ve una ciudad confusa, revuelta. ¿Hay algo de bondad
en sus calles?
La película logra mostrarme
la belleza oculta aproximándome al alma de las personas. Con
mirada de abeja, no de escarabajo.
En ese niño en el que nadie
confía existe el bien, la belleza. Un alma pura que lucha por hacer el bien. En
medio de su dolor por perder a su hermana huye.
En su desesperación una madre
que vive sola con su bebé lo acoge en su humilde casa. Y cuando tiene que ir al
trabajo le deja al cuidado de su hijo.
El protagonista experimenta
entonces una confianza desconocida. En su necesidad le confía a su hijo de dos
años. Al principio con miedo. Luego con la certeza de que lo cuidará bien.
Esa confianza sana el corazón
del protagonista y lo capacita para cuidar a ese niño. Confían en él y él confía
en su poder. Puede cuidarlo. Es capaz.
La
confianza que ponen en mí me hace mejor persona. Esa confianza es una roca sobre la que
construyo.
Cuando me miran de esa forma
todo cambia en mi interior. Porque yo no confío tanto en mí y dudo de mis
fuerzas.
Conozco
muy bien mi pobreza. ¿Cómo voy a lograr yo que surja la belleza de mi alma
sucia?
No quiero ser escarabajo. No
quiero arrastrarme por la suciedad que me rodea. No vivo como las aves de
carroña de las desgracias y debilidades ajenas.
Mi corazón no se alimenta de
escándalos de corrupción, de abusos. No necesito recorrer imágenes llenas de
suciedad para sentirme mejor.
Mi
mirada quiere ser más pura.
Cree, espera, ríe, se alegra. Ve el cielo en el infierno.
Mi mirada va más allá de la aparente suciedad de mi entorno.
La
pureza está en mi interior. De mí depende verla. Puedo resaltar lo bueno de las personas. Puedo simplemente
hablar de lo malo que hay en ellas. Puedo mirar la vida con optimismo. O bien
puedo ser pesimista y dejar de creer en la bondad del hombre.
Decía el Padre Kentenich: “¿Qué
significa comprender? Significa creer en la misión del otro y creer en lo bueno
del otro”[2].
Miro a los que me rodean y veo
su grandeza. Me fijo en lo bueno que hay a mi alrededor. Veo la luz y no me
quedo en la noche.
Veo el final feliz de la
victoria, no me fijo en los efectos de una derrota pasajera. No quiero ser
ciego, quiero aprender a mirar.
Mi forma de mirar lo cambia
todo. Me cambia a mí y cambia el mundo que me rodea. El infierno se vuelve más
parecido al cielo.
Confío
en las personas que me han fallado una y otra vez. Vuelvo a creer en ellas. Vuelvo a confiar
en todo lo que pueden llegar a ser. Quiero tener esa mirada pura que me habla
de la eternidad.
Más allá de la muerte, de la
corrupción, de la fealdad, de la impureza. Más allá de lo que no me gusta y detesto,
está la belleza eterna de Dios. Dios prevalece por encima
del mal, de la muerte, del pecado.
No quiero dejarme corromper. Me
da miedo que, al hablar tanto del mal que hacen los demás, acabe yo haciendo
ese mismo mal que condeno.
Hablar tanto de pecados e
infidelidades es como una suciedad que se me pega a la piel. ¿No me convendrá
entonces aprender a guardar silencio?
El mal no deja de existir si no
lo menciono. Pero cuando hablo de él lo tengo más presente. No quiero airear
los ejemplos poco edificantes. No quiero hablar de los pecados que me
escandalizan. No quiero quedarme en lo feo que me rodea.
Miro la belleza. Hablo bien de
los hombres. Elijo la luz. Hablo de la música que lo llena todo de esperanza.
Menciono el bien que alguien ha hecho. Me quedo con la verdad que muchos viven.
Elijo el amor antes que el odio.
Y la fidelidad entregada antes que el pecado manifiesto. Me detengo ante la luz
de un paisaje lleno de vida. Y dejo de lado la oscuridad que desprende la bruma
del pantano. Opto por la esperanza. Elijo la luz eterna.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






