¡Qué alegría para unos padres escuchar de su hijo, que fueron ellos, con su vida y ejemplo, su mejor catecismo!
Hay recuerdos infantiles que se
graban indelebles en la memoria y el corazón. Así como hay lecciones que uno,
sin darse mucha cuenta, aprende de pequeño para siempre.
Recuerdo por ejemplo una que, aunque común y casi desapercibida entonces, ahora me parece magnífica. Mi padre, de vez en cuando, me preguntaba cuánto le quería, y yo, abriendo y estirando los brazos a más no poder -como queriendo abarcar el mundo entero- le respondía: “así”; pero percibía que mis bracitos no alcanzaban a medir el inmenso amor que sentía por él. Mi madre, teniéndome en su regazo, también me lo interrogaba, y yo, contestando lo mismo, le abrazaba el cuello lo más fuerte que podía; pero sintiendo que me faltaban fuerzas para demostrarle todo mi amor por ella.
Recuerdo por ejemplo una que, aunque común y casi desapercibida entonces, ahora me parece magnífica. Mi padre, de vez en cuando, me preguntaba cuánto le quería, y yo, abriendo y estirando los brazos a más no poder -como queriendo abarcar el mundo entero- le respondía: “así”; pero percibía que mis bracitos no alcanzaban a medir el inmenso amor que sentía por él. Mi madre, teniéndome en su regazo, también me lo interrogaba, y yo, contestando lo mismo, le abrazaba el cuello lo más fuerte que podía; pero sintiendo que me faltaban fuerzas para demostrarle todo mi amor por ella.
En hechos tan simples fui aprendiendo una lección digna de
todo un tratado y de una entera vida: que el amor que uno llega a experimentar
por su padre, no hay metro que lo mida; y que ante la deuda incalculable de
amor con nuestra madre, siempre nos descubriremos faltos de fuerzas para
saldarla del todo.
Es en el hogar donde se aprende el amor; donde se aprende a
amar. Y junto a ésta, otras lecciones magistrales tienen su cátedra en la familia.
Son los padres los maestros que deben ir grabando en sus hijos, con cosas
sencillas de hoy, otras que no han de olvidar nunca mañana.
Así es como creo que muchos de nosotros no podremos olvidar
que fue de nuestros padres de quienes recibimos el tesoro de la fe y de quienes
aprendimos a rezar.
A este propósito, acabo de leer unas líneas preciosas y
emocionantes, escritas por alguien que a su vez guarda imborrable en su alma la
gran lección, impartida por sus padres, de cómo hablar con Dios. Voy a dejarle
la palabra a él, auque esto se lleve la mitad de este artículo. A mí no me
importa. Y tú mismo pensarás lo mismo tras escucharlo:
"En casa, nada de piedad expansiva y solemne; sólo cada
día el rezo del rosario en común, pero es algo que recuerdo claramente y que lo
recordaré mientras viva...
“Yo iba aprendiendo que hace falta hablar con Dios despacio,
seria y delicadamente. Es curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre.
Él, que por sus trabajos en el campo o por el acarreo de madera siempre estaba
cansado, que no se avergonzaba de manifestarlo al volver a casa; después de
cenar... se arrodillaba, los codos sobre la silla, la frente entre sus manos,
sin mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin impacientarse.
Y yo pensaba: Mi padre, que es tan valiente, que es
insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los
malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con
Dios! Debe ser muy grande Dios para que mi padre se arrodille ante él y también
muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse de ropa.
“En cambio, a mi madre nunca la vi de rodillas. Demasiado
cansada, se sentaba en medio, el más pequeño en sus brazos, su vestido negro
hasta los tacones, sus hermosos cabellos caídos sobre el cuello, y todos
nosotros a su alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta
a cabo, sin perder una sílaba, todo en voz baja.
Lo más curioso es que no paraba de mirarnos, uno tras otro,
una mirada para uno, más larga para los pequeños. Nos miraba, pero no decía
nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o hablasen en voz baja, aunque la
tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato volcase algún puchero. Y yo
pensaba: Debe ser sencillo Dios cuando se le puede hablar teniendo un niño en
brazos y en delantal. Y debe ser una persona muy importante para que mi madre
no haga caso ni del gato ni de la tormenta.
“Las manos de mi padre, los labios de mi madre... ellos
fueron mi mejor catecismo."
¡Qué mayor alegría y satisfacción para un padre y una madre
que escuchar del propio hijo, a la vuelta de los años, que para él fueron
ellos, con su vida y ejemplo, el mejor catecismo!
Fuente:
Catholic.net






