La tristeza, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre
A
poco que uno entre en contacto con la Pascua, aparece como rasgo distintivo,
como santo y seña de este tiempo, la cuestión de la alegría. Y aparece también,
por contraste, su contrario, la tristeza, a la cual me ha parecido conveniente
dedicar alguna reflexión.
Recuerdo
que hace ya muchos años llamó mucho mi atención un artículo del sacerdote y escritor
José Luis Martín Descalzo titulado “El pecado de la tristeza” y recuerdo
también que la primera reacción fue una cierta sensación de incomodidad ante el
título, una mezcla de extrañeza y enfado a la vez. Me sentí molesto solo con el
título porque a mi parecer la expresión por sí sola encerraba injusticia.
-
“Pues es lo que le falta a quien está triste, que encima le digan que está
pecando -pensé-. Como si no tuviera bastante con su propia aflicción”.
Tras
el desconcierto inicial del título, la lectura del artículo iba despejando
dudas a medida que el autor se explicaba con su claridad y sensatez
acostumbradas. Traigo a colación esta cuestión de la tristeza porque me parece
que conviene volver sobre ella una y otra vez, me parece que es de lo más actual
y considero muy útil hablar de ello. He llegado al convencimiento de que
tenemos en la tristeza un tóxico generalizado y escurridizo, un enemigo oscuro
y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre; una
especie de carcoma del corazón y a la vez, un elemento de disgregación social.
Así habla de ella la Vulgata: “Como la polilla al vestido y la carcoma a la
madera, así la tristeza daña el corazón del hombre” (Prov 25, 20).
Aunque
la tristeza es un fenómeno tan común y tan corriente que no necesitamos
definirlo, sí me ha parecido oportuno ponerlo al lado de su contrario, la
alegría, para entenderlo en sus verdaderas dimensiones. En nuestra mejor
tradición se define a la alegría como “la complacencia en el bien poseído o
esperado”. La idea de alegría está necesariamente unida al bien. La alegría no
es otra cosa que la respuesta global de la persona humana ante un bien. No hay
alegría, ni posibilidad de ella, si el bien no entra en escena. Esta es la
cuestión: el bien. Aquí está la clave para encarar el problema de la tristeza.
Es
evidente que el mal está muy extendido. El mal es amplio, abundante y campa a
sus anchas, ciertamente. Y me atrevería a decir más: el mal es mucho más
abundante y está mucho más extendido de lo que podemos llegar a captar. Yo
barrunto que no tenemos capacidad para hacernos una idea cabal de la extensión
del mal que hay en el mundo. Ni de su extensión ni de su “intensión” (perdónese
el neologismo). Aunque tengamos noticia de muchas manifestaciones del mal, al mal
no lo vemos, lo que vemos son sus expresiones concretas. Si son muchas las que
nos llegan es porque hay muchas más.
Cada noticiario no es sino una apretada
dosis de las más llamativas desgracias y perversidades acaecidas en cualquier
lugar del mundo cada día. Si de manera tan resumida es mucho el mal del que se
nos informa, eso significa que hay mucho más todavía. Todo esto es cierto, pero
no es casual, no es así por azar porque en los grandes medios de comunicación
nada ocurre al azar, nada hay fuera de control. Cabe concluir, por tanto, que
la divulgación de la maldad humana responde a una estrategia diseñada y puesta
en práctica con toda intención. Y cabe concluir también que detrás de la
propagación del mal no puede estar de manera interesada sino el propio
mal.
Pues
bien: no podemos hacer el juego a esta estrategia. No podemos tener ojos solo
para el mal. No podemos poner el acento, solo ni preferiblemente, en lo mal que
está todo porque cada vez que lo hacemos nos convertimos en peones y colaboradores
de esa estrategia perversa. Quien ve mal por todas partes no tiene ninguna
posibilidad de complacerse en nada. La cosa tiene más gravedad de lo que
pudiera parecer, porque es un asunto que nos atañe no solo de manera
individual, y aunque tiene un componente afectivo importante, no es
principalmente una cuestión afectiva.
El
mal engendra tristeza, la tristeza conduce al odio y el odio recae siempre
sobre los demás. El odio, como el amor, necesita siempre de otro; el odio como
el amor, exige siempre alteridad porque nadie se odia a sí mismo. Uno puede
reconocer cosas que le gustan de sí mismo, pero no puede odiarse porque nadie
de carne y hueso puede odiarse a sí mismo. “Nadie odia su propia carne” (Ef 5,
29).
Cuando
esta cadena maléfica (mal-tristeza-odio) echa raíces en el alma, el hombre
entra en una espiral de opacidad y de negrura más que peligrosa. Lo diré con
mayor claridad y contundencia: La tristeza puede prender en el alma, pero quien
no la afronta con decisión para erradicarla, se deja deslizar por una rampa que
acaba en el infierno. Quizá ahora podamos entender el mandato bíblico que
escribió San Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad
alegres” (Flp 4,4). Y quizá ahora podamos entender por qué los autores
espirituales han hablado de la tristeza como pecado.
¿Qué
clase de pecado? Una variante de la pereza que consiste en la modorra y el
torpor para salir de la oscuridad de uno mismo. Porque este es uno de los
grandes efectos demoledores de la tristeza: que mete al hombre en sí mismo y lo
incapacita para salir de sus angustias. Lo encierra en sí mismo, lo ofusca y lo
va asfixiando cada vez más, lo recuece en su propio jugo y lo paraliza; impide
ver las necesidades ajenas (bastante tiene con las propias) y obstaculiza la
apertura a los demás.
Pensando
en ti, lector querido, se me ocurre que tal vez me hagas la siguiente objeción:
todo lo dicho está muy bien, pero solemos ver el mal concreto como en un
tablero de ajedrez, vemos sus causas y sus consecuencias, sus agentes y sus responsables
y vemos también qué se podría hacer para evitarlo. Dicho de otro modo, tenemos
razón. Pues bien, este es el segundo rasgo hacia el que deseo fijar tu
atención: el hecho de tener razón. ¡Cuánto nos gusta y de qué poco sirve!
¡Tenemos tantas razones para abonar la tristeza, tantas para instalarnos en
ella! Este es el gran problema, que nadamos en aguas de tristeza y de
abatimiento cargados de razón. Le llamo problema porque lo es.
Tener razón es
quizá el mayor ejercicio de inmanencia al que estamos acostumbrados porque
tener razón es algo que no trasciende, no escapa de nosotros mismos ya que
surge en nuestro interior y en nuestro interior se queda. Y por eso
precisamente nos vuelve hacia nosotros, nos enroca metiéndonos en nosotros
mismos, nos empuja a dar vueltas a nuestro propio yo una y otra vez. Si te das
cuenta, lector, esto es justamente lo contrario de lo que hace en nosotros el
amor, que es sacarnos de nuestras fronteras acercándonos a los demás, hacer que
nos preocupemos de cómo les van las cosas a los otros, volcarnos hacia afuera.
El
tener razón nos ensimisma, el amar nos lleva a dedicarnos a los problemas del
prójimo. Lo primero nos constriñe, lo segundo nos dilata; aquello nos
empequeñece, esto otro nos hace grandes; la tristeza generada por la búsqueda
de tener razón nos “egoistiza”, la alegría que procede del amor nos lleva a
darnos. ¿Ves por qué no se nos ha dicho que busquemos tener razón y en cambio
sí se nos ha mandado -como único precepto- amar a los demás?
Por
ser enemiga del bien, mala es la tristeza, y peor aún si se ayunta con el tener
razón. Cosa bien distinta es el dolor. También conviene dejarlo claro, porque
el dolor sí es compatible con el bien. Y no solo compatible, sino fuente de él.
Por: Estanislao Martín Rincón