Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme...
En no pocas ocasiones participamos de la
Misa, yo el primero, sin poner demasiada atención a lo que dice el sacerdote y
a lo que respondemos nosotros. Convertimos la
mayor fuente de gracia en un ritual cansino, en el que no ponemos toda el alma.
Y sin embargo, es la Santa Misa, la liturgia, el lugar donde todos manifestamos
la fe que profesamos, tanto a nivel personal como comunitario.
Vayamos
por partes. Tras la antífona de entrada, llega el acto penitencial. Dice el
sacerdote:
Hermanos:
Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros
pecados.
Paremos
un momento. ¿Somos conscientes de que no celebraremos
dignamente la Misa si no reconocemos nuestra condición pecadora? Incluso
aunque por gracia estemos libres de pecado mortal, y salvo que acabemos de
confesarnos, es seguro que acarreamos pecados veniales que dificultan nuestra
plena comunión con Dios. Y si en ese momento concreto no es así, lo será en
muchas otras ocasiones.
A
los fieles nos toca confesar lo siguiente:
Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante
vosotros hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.
¿Y
bien? ¿eso lo decimos por decir o porque de
verdad lo creemos? No decimos “he cometido algún pecadillo sin importancia“, no. Decimos “he pecado MUCHO” de las
diferentes formas en que he podido pecar. Sigue:
Por mi
culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
No por la culpa
de la esposa,
los hijos, la familia, los amigos, las circunstancias sociales, personales o lo
que sea. No, pecamos por nuestra culpa. Y no
cualquier culpa. Es una GRAN culpa. ¿Por qué es una gran culpa?
Porque bien sabemos, o deberíamos saber, que:
No os ha
sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no
permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la
tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito. 1ª Cor 10,13
Por
tanto, no hay excusa que valga. No hay culpa ajena. Seguimos
diciendo:
Por eso ruego a
Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros,
hermanos, que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor.
Gran cosa, gran gracia es la comunión de los santos. Sí, nos reconocemos
pecadores, pero pedimos la intercesión de todos nuestros hermanos en la
fe, empezando por nuestra Madre y la corte celestial. Y lo hacemos
sabiendo que esa intercesión está fundamentada y tiene su eficacia en
la única mediación de Jesucristo ante Dios Padre.
Entonces el
sacerdote dice:
Dios
todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos
lleve a la vida eterna.
Y nosotros
respondemos:
Amén.
Si hemos pedido
perdón de verdad, si hemos pedido la intercesión de los santos, si hemos rogado
que Dios nos lleve a la vida eterna, ¿ignorará Dios nuestra petición? Quien
envió a su Hijo unigénito para dar su vida por nosotros, ¿nos negará esa vida
si de verdad le imploramos el perdón? Pero ha de ser de verdad, no
como quien repite la tabla de multiplicar. Y bien sabemos que esa confesión
como comunidad no nos exime de la confesión particular ante un sacerdote. Pero
lo que como pueblo de Dios confesamos es preludio de nuestra confesión como
miembros de ese pueblo y como hijos en el Hijo.
Llega el Kyrie:
Señor ten
piedad.
- Señor ten
piedad.
Cristo ten
piedad.
- Cristo ten
piedad.
Señor ten
piedad.
- Señor ten
piedad.
Recordemos el
pasaje del evangelio en el que Cristo ponía como ejemplo a seguir no
el del fariseo que presumía de su justicia sino el publicano que
reconocía su pecado y pedía piedad al Señor:
Pero el
publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí,
que soy un pecador». Luc 18,13
Ese es el espíritu
en el que debemos implorar la piedad divina. Nuevamente en la certeza de que
Dios oye nuestro clamor.
Cuando en las
Misas de los domingos y fiestas de precepto rezamos elgloria, volvemos a pedir
piedad.
Señor Dios,
Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad
de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que
estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros;
Si reconocemos
que Cristo quita el pecado del mundo, ¿no creeremos que es capaz de quitar el
pecado de nuestras vidas? Y si no empieza por quitarlo
de nuestras vidas, ¿cómo lo va a quitar del mundo? El pecado no se
quita solo mediante el perdón, que en realidad lo que hace es anular el
pago que merece dicho pecado, sino librando al hombre redimido de estar
esclavizado de todo aquello que le aleja de Dios. Ten piedad, Señor,
atiende nuestras súplicas Señor y libéranos por el perdón y la santificación
del poder del pecado en nuestras almas.
Llega la
lectura de la Palabra. Cuando toca la hora de anunciar el evangelio, el
sacerdote -o en su caso el diácono- deben pronunciar en voz baja ante el altar
las siguientes palabras:
Purifica mi
corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu
Evangelio.
Bien sabe el
sacerdote que es pecador como los fieles que asisten a Misa. Por eso pide que Dios purifique su corazón y sus labios. De esa manera
reconoce dos cosas: su condición personal y la capacidad del Señor de hacerle
digno de anunciar su palabra. Bien haríamos los fieles en rogar en
silencio a Dios que purifique nuestros corazones y nuestros oídos para que el
evangelio encuentre un campo bien abonado en nuestras almas para asi
producir buen fruto.
Cuando llega la
presentación de las ofrendas antes de la consagración, todos sabemos lo que el
sacerdote dice públicamente y nuestra respuesta. Pero es que además, también
ocurre lo siguiente
El sacerdote,
inclinado, dice en secreto:
Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.
Mientras el
sacerdote se lava las manos, dice en secreto:
Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado.
Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado.
¿Nos damos
cuenta que todo gira alrededor de nuestra condición pecadora y la petición de
misericordia, perdón y purificación a Dios? Si el sacerdote pide que el
Señor acepte nuestro corazón contrito, habremos de estar contritos de verdad, y
no meramente de palabra. He ahí nuestro sacrificio, he ahí nuestra
alabanza. Porque alaba a Dios el alma que reconoce la necesidad del
perdón y la autoridad divina para apiadarse de ella.
Una vez que
hemos hecho todo eso bien, y una vez que proclamamos que Dios es santo, santo,
santo, podemos en verdad decir que tenemos nuestro corazón levantado
ante el Señor, al cual damos gracias porque es justo y necesario, es
nuestro deber y salvación. Y es así como asistimos al milagro de
nuestra redención mediante la consagración y la actualización del sacrificio de
Cristo en la cruz. Hemos preparado el alma para el perdón, hemos
implorado la misericordia y ahora asistimos, por la acción del Espíritu Santo y
las palabras del sacerdote que obra en la persona de Cristo, a la ofrenda al
Padre de la víctima propiciatoria que nos salva.
Las plegarias
eucarísticas, a cual más bella, podrían ser objeto de un post cada una de
ellas. Una vez consumado el sacrifico eucarístico, rezamos el
padrenuestro, en el que nuevamente pedimos perdón a Dios así como nos
mostramos dispuestos a perdonar. Y además, le rogamos que nos nos deje caer
en la tentación. Es decir, no se trata solo de que nos limpie de pecado
pasados sino de que también nos libere de cometer otros en el futuro. Sí,
sabemos que mientras estemos en esta vida seguiremos pecando, pero por eso mismo
debemos implorar la gracia del Señor para que cada vez pequemos menos.
De hecho, ¿qué,
sino eso, es lo que pide a continuación el sacerdote?
Líbranos de
todos los males, Señor y concédenos la paz en nuestros días, para que ayudados
por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda
perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo.
Ayudados por la
misericordia de Dios viviremos libres de pecado. ¿Se entiende por qué se equivocan aquellos que pretenden que la
misericordia de Dios no tiene como uno de sus mejores frutos la conversión del
que la recibe? ¿o acaso lo que dicen los sacerdotes en Misa es un simple
desideratum que no se corresponde con la realidad?
Tras adorar
todos al Señor atribuyéndole el poder y la gloria, llega el rito de la paz. ¿Y
qué vuelve a decir el sacerdote?
Señor
Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no
tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu
palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de
los siglos.
No tengas en
cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia. Otra vez imploramos
la misericordia divina y apelamos a la fe que Dios nos ha regalado. Y de
nuevo volvemos a dirigirnos a aquel que quita el pecado del mundo:
- Cordero de
Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.
No nos
engañemos. No habrá paz si previamente no hemos dejado por gracia que
el Señor nos libre de los pecados. Ni la habrá en el mundo ni la habrá en
nuestras vidas. Es condición indispensable nuestra purificación y santificación
para alcazar la verdadera paz con Dios y nuestros hermanos.
A continuaciòn
el sacerdote reza en secreto la oración para la comunión:
Señor
Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de
juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de
alma y cuerpo y como remedio saludable.
O bien:
Señor
Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el
Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción
de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme
cumplir siempre tus mandamientos y jamás permita que me separe de ti.
Si todos los
fieles en general estamos llamados a la santidad, ¿qué no decir de los
sacerdotes en particular? Observemos, por otra parte, que en esa oración del
sacerdote ya se advierte la posibilidad de que la comunión del Cuerpo y la
Sangre de Cristo sea motivo de condenación en vez de salvación. Ya lo dijo
san Pablo:
Así pues, quien
coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la
sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma
del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo,
come y bebe su propia condenación. 1ª Cor 11,27-29
No nos
acerquemos, pues, a comulgar, estando en pecado mortal. No nos salvaremos. Nos condenaremos aún más.
Llega el momento
de la comunión. El sacerdote dice:
- Este es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la
cena del Señor.
Y, juntamente
con el pueblo, añade:
- Señor, no soy
digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
No, no somos
dignos de recibir a Cristo en nuestra alma, pero Él nos hace dignos. Él
nos sana. Él nos hace libres. Él llama a la puerta porque quiere entrar y cenar
con nosotros. Él nos ama. Él quiere quedarse con nosotros. Él quiere darnos
a sí mismo, el verdadero maná que alimenta nuestro ser.
Lo que ocurre
después de comulgar, estimado hermano, es ya cosa entre tú y el Señor.
Paz y bien,
Por: Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente:
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