Homilía
del Papa Francisco
“Ungimos
repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro
corazón. Al ungir somos reungidos por la fe y el cariño de nuestro pueblo.
Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los pecados y las
angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar su fe, sus
esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su entrega” ha
recordado Francisco a los 6.000 sacerdotes –aproximadamente– que han
participado en la Misa Crismal, este Jueves Santo, en la Basílica de San Pedro.
A
las 9:30 horas ha comenzado la celebración crismal este Jueves Santo, 18 de
abril de 2019, presidida por el Pontífice y concelebrada por los
Cardenales, Obispos y Presbíteros (diocesanos y religiosos) presentes en Roma.
La liturgia se celebra en este día en todas las iglesias catedrales.
Seguir, admirar, discernir
“El
Señor nunca perdió este contacto directo con la gente, siempre mantuvo la
gracia de la cercanía, con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio
de esas multitudes”. En el Evangelio vemos que cuando interactúan con el Señor
–que se mete en ellas como un pastor en su rebaño– las multitudes se
transforman, ha señalado el Papa. “En el interior de la gente se despierta el
deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, se cohesiona
el discernimiento”.
Pobres, prisioneras,
ciegos y oprimidos
Ellos
son imagen de nuestra alma e imagen de la Iglesia. Cada uno encarna el corazón
único de nuestro pueblo.
Lucas
señala 4 grandes grupos que son destinatarios preferenciales de la unción del
Señor: los pobres, los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. “Los
nombra en general, pero vemos después con alegría que, a lo largo de la vida
del Señor, estos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios”, y así, el
Papa ha enumerado los cuatros personajes bíblicos: la viuda que da limosna, el
ciego Bartimeo
“Viniendo
a nosotros, queridos hermanos sacerdotes”, ha exhortado Francisco, “no tenemos
que olvidar que nuestros modelos evangélicos son esta ‘gente’, esta multitud
con estos rostros concretos, a los que la unción del Señor realza y vivifica”.
Publicamos
a continuación la homilía que el Papa ha pronunciado después de la proclamación
del Santo Evangelio:
***
Homilía del Papa Francisco
El
Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar nos hace revivir la emoción de
aquel momento en el que el Señor hace suya la profecía de Isaías, leyéndola
solemnemente en medio de su gente. La sinagoga de Nazaret estaba llena de
parientes, vecinos, conocidos, amigos… y no tanto. Y todos tenían los ojos
fijos en Él. La Iglesia siempre tiene los ojos fijos en Jesucristo, el Ungido a
quien el Espíritu envía para ungir al Pueblo de Dios.
Los
evangelios nos presentan a menudo esta imagen del Señor en medio de la
multitud, rodeado y apretujado por la gente que le acerca sus enfermos, le
ruega que expulse los malos espíritus, escucha sus enseñanzas y camina con Él.
«Mis ovejas oyen mi voz. Yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27-28).
El
Señor nunca perdió este contacto directo con la gente, siempre mantuvo la
gracia de la cercanía, con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio
de esas multitudes. Lo vemos en su vida pública, y fue así desde el comienzo:
el resplandor del Niño atrajo mansamente a pastores, a reyes y a ancianos
soñadores como Simeón y Ana. También fue así en la Cruz; su Corazón atrae a
todos hacia sí (cf. Jn 12,32): Verónicas, cireneos, ladrones,
centuriones…
No
es despreciativo el término “multitud”. Quizás en el oído de alguno, multitud
pueda sonar a masa anónima, indiferenciada… Pero en el Evangelio vemos que
cuando interactúan con el Señor —que se mete en ellas como un pastor en su
rebaño— las multitudes se transforman. En el interior de la gente se despierta
el deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, se cohesiona
el discernimiento.
Quisiera
reflexionar con ustedes acerca de estas tres gracias que caracterizan la
relación entre Jesús y la multitud.
La gracia del seguimiento
Dice
Lucas que las multitudes «lo buscaban» (Lc 4,42) y «lo seguían» (Lc
14,25), “lo apretujaban”, “lo rodeaban” (cf. Lc 8,42-45) y «se
juntaban para escucharlo» (Lc 5,15). El seguimiento de la gente va más
allá de todo cálculo, es un seguimiento incondicional, lleno de cariño.
Contrasta con la mezquindad de los discípulos cuya actitud con la gente raya en
crueldad cuando le sugieren al Señor que los despida, para que se busquen algo
para comer. Aquí, creo yo, empezó el clericalismo: en este querer asegurarse la
comida y la propia comodidad desentendiéndose de la gente. El Señor cortó en
seco esta tentación. «¡Denles ustedes de comer!» (Mc 6,37), fue la
respuesta de Jesús; «¡háganse cargo de la gente!».
La gracia de la admiración
La
segunda gracia que recibe la multitud cuando sigue a Jesús es la de una
admiración llena de alegría. La gente se maravillaba con Jesús (cf. Lc11,14),
con sus milagros, pero sobre todo con su misma Persona. A la gente le encantaba
saludarlo por el camino, hacerse bendecir y bendecirlo, como aquella mujer que
en medio de la multitud le bendijo a su Madre. Y el Señor, por su parte, se
admiraba de la fe de la gente, se alegraba y no perdía oportunidad para hacerlo
notar.
La gracia del
discernimiento
La
tercera gracia que recibe la gente es la del discernimiento. «La multitud se
daba cuenta (a dónde se había ido Jesús) y lo seguía» (Lc 9,11). «Se
admiraban de su doctrina, porque enseñaba con autoridad» (Mt 7,28-29;
cf. Lc 5,26). Cristo, la Palabra de Dios hecha carne, suscita en la
gente este carisma del discernimiento; no ciertamente un discernimiento de
especialistas en cuestiones disputadas. Cuando los fariseos y los doctores de
la ley discutían con Él, lo que discernía la gente era la autoridad de Jesús:
la fuerza de su doctrina para entrar en los corazones y el hecho de que los
malos espíritus le obedecieran; y que además, por un momento, dejara sin
palabras a los que implementaban diálogos tramposos. La gente gozaba con esto.
Ahondemos
un poco más en esta visión evangélica de la multitud. Lucas señala cuatro
grandes grupos que son destinatarios preferenciales de la unción del Señor: los
pobres, los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. Los nombra en
general, pero vemos después con alegría que, a lo largo de la vida del Señor,
estos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios. Así como la unción con
el aceite se aplica en una parte y su acción benéfica se expande por todo el
cuerpo, así el Señor, tomando la profecía de Isaías, nombra diversas
“multitudes” a las que el Espíritu lo envía, siguiendo la dinámica de lo que
podemos llamar una “preferencialidad inclusiva”: la gracia y el carisma que se
da a una persona o a un grupo en particular redunda, como toda acción del
Espíritu, en beneficio de todos.
Los
pobres (ptochoi) son los que están doblados, como los mendigos que se
inclinan para pedir. Pero también es pobre (ptochè) la viuda, que unge con sus
dedos las dos moneditas que eran todo lo que tenía ese día para vivir. La
unción de esa viuda para dar limosna pasa desapercibida a los ojos de
todos, salvo a los de Jesús, que mira con bondad su pequeñez. Con ella el Señor
puede cumplir en plenitud su misión de anunciar el evangelio a los pobres.
Paradójicamente, la buena noticia de que existe gente así, la escuchan los
discípulos. Ella, la mujer generosa, ni se enteró de que “había salido en el
Evangelio” —es decir, que su gesto sería publicado en el Evangelio—: el alegre
anuncio de que sus acciones “pesan” en el Reino y valen más que todas las
riquezas del mundo, ella lo vive desde adentro, como tantas santas y santos “de
la puerta de al lado”.
Los
ciegos están representados por uno de los rostros más simpáticos del
evangelio: el de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el mendigo ciego que
recuperó la vista y, a partir de ahí, solo tuvo ojos para seguir a Jesús por el
camino. ¡La unción de la mirada! Nuestra mirada, a la que los ojos de
Jesús pueden devolver ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese
brillo que a diario nos lo roban las imágenes interesadas o banales con que nos
atiborra el mundo.
Para
nombrar a los oprimidos (tethrausmenous), Lucas usa una expresión que
contiene la palabra “trauma”. Ella basta para evocar la Parábola, quizás la
preferida de Lucas, la del Buen Samaritano que unge con aceite y venda las
heridas (traumata: Lc 10,34) del hombre que había sido molido a palos
y estaba tirado al costado del camino. ¡La unción de la carne herida de
Cristo! En esa unción está el remedio para todos los traumas que dejan a
personas, a familias y a pueblos enteros fuera de juego, como excluidos y
sobrantes, al costado de la historia.
Los
cautivos son los prisioneros de guerra (aichmalotos), los que eran
llevados a punta de lanza (aichmé). Jesús usará la expresión al referirse a la
cautividad y deportación de Jerusalén, su ciudad amada (Lc 21,24). Hoy las
ciudades se cautivan no tanto a punta de lanza sino con los medios más sutiles
de colonización ideológica. Solo la unción de la propia cultura, amasada con
el trabajo y el arte de nuestros mayores, puede liberar a nuestras ciudades de
estas nuevas esclavitudes.
Viniendo
a nosotros, queridos hermanos sacerdotes, no tenemos que olvidar que nuestros
modelos evangélicos son esta “gente”, esta multitud con estos rostros
concretos, a los que la unción del Señor realza y vivifica. Ellos son los que
completan y vuelven real la unción del Espíritu en nosotros, que hemos sido
ungidos para ungir. Hemos sido tomados de en medio de ellos y sin temor nos
podemos identificar con esta gente sencilla (…). Ellos son imagen de nuestra
alma e imagen de la Iglesia. Cada uno encarna el corazón único de nuestro
pueblo.
Nosotros,
sacerdotes, somos el pobre y quisiéramos tener el corazón de la viuda pobre
cuando damos limosna y le tocamos la mano al mendigo y lo miramos a los ojos.
Nosotros, sacerdotes, somos Bartimeo y cada mañana nos levantamos a rezar
rogando: «Señor, que pueda ver» (Lc 18,41). Nosotros, sacerdotes somos, en
algún punto de nuestro pecado, el herido molido a palos por los ladrones. Y
queremos estar, los primeros, en las manos compasivas del Buen Samaritano, para
poder luego compadecer con las nuestras a los demás.
Les
confieso que cuando confirmo y ordeno me gusta esparcir bien el crisma en la
frente y en las manos de los ungidos. Al ungir bien uno experimenta que allí se
renueva la propia unción. Esto quiero decir: no somos repartidores de aceite en
botella (…). Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra
vocación y nuestro corazón. Al ungir somos reungidos por la fe y el cariño de
nuestro pueblo. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los
pecados y las angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar
su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su
entrega (…).
El
que aprende a ungir y a bendecir se sana de la mezquindad, del abuso y de la
crueldad.
(…)
Que, metiéndonos con Jesús en medio de nuestra gente (…), el Padre renueve
en nosotros la efusión de su Espíritu de santidad y haga que nos unamos
para implorar su misericordia para el pueblo que nos fue confiado y para el
mundo entero. Así la multitud de las gentes, reunidas en Cristo, puedan llegar
a ser el único Pueblo fiel de Dios, que tendrá su plenitud en el Reino
(cf. Plegaria de ordenación de presbíteros).
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit






