Quisiera
inscribirme en el corazón herido de Jesús para tener sus sentimientos,
reconocer los miedos y egoísmos que no me dejan salirme de mis rigideces
Necesito alcanzar un amor que se juegue en el amor
a mi hermano. A mi amigo. Un amor por el que me reconocerán los que me
conozcan: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será
que os amáis unos a otros”.
No me
conocerán por el cumplimiento de las normas. Sabrán quién soy y a quién pertenezco por
la señal de mi amor. El amor que profeso a mi amigo.
Porque Jesús
amó a sus amigos. Amó a los que más lo necesitaban. Así era el Jesús al que
siguió san Francisco:
“No es el Rey del Universo, sino el que se
ha hecho hombre; no lo espera el excelso, sino el solidario. No es el Rey de
Reyes, sino el amigo de los pequeños, los caídos y los repudiados el que le
toca lleno de amor, como poco antes le había abrazado el leproso”[1].
Un Jesús que
camina con sus amigos. Que va a Betania a descansar con los hermanos a los que
ama, Marta, María y Lázaro.
Un Jesús que
se abaja al nivel del que sufre, del mendigo, del enfermo, del herido. Ese amor
es el que yo deseo. Un amor que me lleve a dar la vida.
Quizás en eso consiste la santidad. En amar
sin egoísmos, sin divisiones, sin barreras. Ese amor es el que
necesito para vivir. Por ese amor quiero entregar mi vida.
Miro a Jesús
en el huerto de los olivos. El momento del amor extremo. Después de lavarles
los pies, acepta el paso más difícil de su vida.
“Padre, aparta de mí este cáliz. Pero que
no sea lo que yo quiero sino lo que quieres Tú” (Lc 22,42).
Mi vida se juega en momentos concretos. En un aquí y en un ahora. Un “hic
et nunc”. Es cuando se juega mi amor. Mi amor por Jesús. Mi amor
por mi hermano.
La santidad consiste precisamente en elegir
y amar lo que estoy viviendo ahora. Dejar mis miedos en las manos de Dios y abrazar el hoy que
Dios me pide. Lo que Él quiere.
A menudo me abrazo egoístamente a mi querer. Lo que yo quiero. Lo que deseo. Lo que
pretendo conseguir a fuerza de voluntad.
Lo que quiero
parece tener más fuerza. Es más firme. Y escucho en mi interior el querer de Dios. Lo que
quiere para mí porque me quiere. El plan de salvación para
mi vida.
Él me quiere
con toda su alma. Y yo me creo que con frecuencia no es así. Cuando experimento
pérdidas. O siento que me dejan solo. O sufro porque estoy solo.
Y entonces me
rebelo contra ese Dios que parece amarme. Pero no lo muestra. Hoy vuelvo a
escuchar su voz en su corazón. Quiero lo que Él quiere.
Y clamo en mi
angustia: “Dios mío. No me abandones. Vela mis pasos. Cuídame”. Quiero
querer lo que Él quiere.
Quiero abrazar mi presente como es hoy. Mi ahora. Mi aquí. El momento de mi
historia que es sagrado.
Porque Dios me habla en una historia
sagrada que va tejiendo conmigo. Me quiere con locura y no me deja solo. Cuida
mis pasos. No dejará que me pierda nunca. Y hará crecer ese amor mío tan
mezquino.
Querer lo que Dios quiere es un salto en mi
capacidad de amar. Me
ensancha la mirada. Me vuelve más generoso con esta vida que me ha dado. Para
que ame. Para que me reconozcan por el signo de mi amor. Por mi forma de amar
hasta el extremo.
Como Jesús,
que puede perdonar desde la cruz. Quiero inscribirme en su corazón herido
para tener sus sentimientos. Para amar con su amor. Más grande
que mi amor herido. Frágil. Pobre.
Quiero reconocer
los miedos y egoísmos que no me dejan amar. Que no me dejan salirme de mis
rigideces.
Un amor que
exige dar saltos de confianza y lanzarse a un vacío en las manos de mi
Padre. Porque Él siempre me espera y cuida mi vida. En eso
confío.
Él me ha
amado primero y por eso puedo repetir su sí. Porque su amor hace posible mi
confianza. Y esa confianza me lleva a amar mi vida como es. Y a amar a mi
hermano en su pobreza.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia