Primera
meditación del padre Raniero Cantalamessa con motivo de la campaña mundial de
oración en preparación de Pentecostés 2019
En el próximo Pentecostés entrará en función CHARIS,
el nuevo organismo único de servicio de toda la corriente de gracia de la
Renovación Carismática Católica. Es una ocasión única para una efusión renovada
del Espíritu sobre nosotros y sobre toda la Iglesia. El propósito de ésta, y de
las dos sucesivas reflexiones que me ha pedido el comité de coordinación, es
precisamente el de apoyar y estimular con motivaciones bíblicas y teológicas el
compromiso de oración con la que muchos hermanos y hermanas quieren contribuir
al éxito espiritual del evento.
ORAD PARA RECIBIR EL
ESPÍRITU
¿Cómo
se prepararon los apóstoles a la venida del Espíritu Santo? ¡Orando! “Todos
ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch l, 14). La
oración de los apóstoles reunidos en el Cenáculo con María, es la primera gran
epíclesis, es la inauguración de la dimensión epiclética de la Iglesia, de ese
«Ven, Espíritu Santo» que seguirá resonando en la Iglesia por todos los siglos
y que la liturgia antepondrá a todas sus acciones más importantes.
Mientras
la Iglesia estaba en oración, “De repente vino del cielo un ruido como el de
una ráfaga de viento impetuoso… quedaron todos llenos del Espíritu Santo”
(Hch 2, 2-4). Se repite lo que había sucedido en el bautismo de Cristo:
“Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús
y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en
forma corporal” (Lc 3, 21-22). Se diría que para San Lucas fue la oración
de Jesús la que rasgó el cielo e hizo descender el Espíritu sobre él. Lo mismo
sucede en Pentecostés.
Es
impresionante la insistencia con la que, en los Hechos de los Apóstoles, la
venida del Espíritu Santo se pone en relación con la oración. Sin olvidar el
papel determinante del bautismo (cf Hch 2, 38), pero se insiste más sobre el de
la oración. Saulo «estaba orando» cuando el Señor le envió a Ananías para que
recuperase la vista y se llenase de Espíritu Santo (cf Hch 9, 9.11). Cuando los
apóstoles supieron que la Samaria había escuchado la Palabra, mandaron a Pedro
y a Juan; «estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu
Santo» (At 8, 15).
Orar para recibir, recibir
para orar
Cuando,
en la misma ocasión, Simón el Mago intentó obtener el Espíritu Santo pagando,
los apóstoles reaccionaron indignados (cf Hch 8, 18 ss). El Espíritu Santo no
se puede comprar, sólo se puede implorar con la oración. Jesús mismo de hecho
había ligado el don del Espíritu Santo a la oración, diciendo: “Si, pues,
vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más
el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 13).
Lo había ligado no sólo a nuestra oración sino también, y sobre todo, a la suya
diciendo: “y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté
con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). Entre la oración y el don del
Espíritu existe la misma circularidad y compenetración que entre la gracia y la
libertad. Nosotros tenemos necesidad de recibir el Espíritu Santo para poder
orar, y tenemos necesidad de orar para poder recibir el Espíritu Santo. Al
principio está el don de la gracia, pero después es necesario orar para que
este don se conserve y se acreciente.
Pero
todo esto no debe quedarse en una enseñanza abstracta y genérica. Me debe decir
algo a mí individualmente. ¿Quieres recibir el Espíritu Santo? ¿Te sientes
débil y deseas ser revestido con la fuerza de lo alto? ¿Te sientes tibio y
quieres ser recalentado? ¿Seco y quieres ser regado? ¿Rígido y quieres ser
doblado? ¿Descontento de la vida pasada y quieres ser renovado? ¡Ora, ora, ora!
Que en tu boca no se apague el grito sumiso: Veni Sancte Spiritus, ¡Ven
Espíritu Santo! Si una persona o un grupo de personas, con fe, se pone en
oración y en retiro, decididos a no levantarse sin haber recibido lo que pedían
y de hecho mucho más. Así sucedió en aquel primer retiro de Duquesne en el que
se inició la Renovación Carismática Católica.
Oración de corazón
Como
fue la oración de María y los apóstoles, también la nuestra debe ser una
oración «concorde y perseverante». Concorde o unánime (homothymadon) significa,
al pie de la letra, hecha con un solo corazón (con-corde) y con una sola alma («un-ánima»).
Jesús dijo: “Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en
la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que
está en los cielos” (Mt 18,19).
La
otra característica de la oración de María y de los apóstoles es que era una
oración «perseverante». El término original griego que expresa esta cualidad de
la oración cristiana (proskarteroúntes) indica una acción tenaz, insistente, el
estar ocupado con asiduidad y constancia en alguna cosa. Se traduce con
perseverantes, o asiduos, en la oración. Se podría también traducir «aferrados
tenazmente» a la oración.
Esta
palabra es importante porque es la que se repite con más frecuencia cada vez
que se habla de oración en el Nuevo Testamento. En los Hechos vuelve poco
después, cuando se habla de los primeros creyentes que llegaban a la fe, que
«acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42). También San Pablo recomienda
ser «perseverantes en la oración» (Rm 12, 12; Col 4, 2). En un fragmento de la
carta a los Efesios se lee: “siempre en oración y súplica, orando en toda
ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia” (Ef 6, 18).
Como la viuda importuna
La
esencia de esta enseñanza deriva de Jesús, el cual contó la parábola de la
viuda importuna, precisamente para decir que es necesario «orar siempre,
sin cansarse » (cf Lc 18, 1). La mujer cananea es un ejemplo viviente de esta
oración insistente que no se deja desalentar por nada y que al final,
precisamente por esto, obtiene lo que desea. Ella le pide la sanación de la
hija, y Jesús – está escrito – « no le respondió palabra ». Insiste,
y Jesús responde que ha sido enviado sólo para las ovejas de Israel. Ella
se echa a sus pies, y Jesús se resiste diciendo que no es bueno tomar el
alimento de la mesa de los hijos para dárselo a los perritos. Era suficiente
para desanimarse. Pero la mujer cananea no se rinde; dice: « Sí… pero también
los perritos… », y Jesús feliz exclama: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda
como deseas” (Mt 15, 21 ss).
No es parloteo
Orar
largo tiempo, con perseverancia, no significa con muchas palabras,
abandonándose a un parloteo vano como los paganos (cf Mt 6, 7). Ser perseverante
en la oración significa pedir a menudo, no dejar de pedir, no dejar de esperar,
no rendirse nunca. Significa no darse reposo y no dárselo tampoco a
Dios: “Los que hacéis que Yahveh recuerde, no guardéis silencio. No le
dejéis descansar, hasta que restablezca, hasta que trueque a Jerusalén en
alabanza en la tierra” (Is 62, 6-7).
Pero
¿por qué la oración debe ser perseverante y por qué Dios no escucha
inmediatamente? ¿No es él mismo el que, en la Biblia, promete escuchar
inmediatamente, en cuanto se ora, es más antes de haber terminado de orar?
“Antes que me llamen, yo responderé; aún estarán hablando, y yo les
escucharé” (Is 65, 24). Jesús corrobora: “y Dios, ¿no hará justicia a sus
elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? “Os digo que
les hará justicia pronto” (Lc 18, 7). ¿No desmiente clamorosamente la
experiencia estas palabras? No, Dios ha prometido escuchar siempre y escuchar
inmediatamente nuestra oración, y así lo hace. Somos nosotros los que debemos
abrir los ojos.
“Buscad y encontraréis…”
Es
muy cierto, él cumple su palabra: en el retrasar el auxilio, él ya auxilia; más
bien este diferir es ello mismo un auxilio. Esto para que no ocurra que
escuchando demasiado deprisa la voluntad del que pide, él no pueda proporcionarle
una salud perfecta. Es necesario distinguir la escucha según la voluntad del
orante y la escucha según la necesidad del orante, que es su salvación. Jesús
dijo: “Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). Cuando se leen
estas palabras, se piensa inmediatamente que Jesús promete darnos todas las
cosas que le pidamos, y nos quedamos perplejos porque vemos que esto se
consigue raramente. Pero él pretendía decir sobre todo una cosa: “Buscadme y me
encontraréis, llamad y os abriré”. Promete darse a sí mismo, más allá de las
cosas que le pedimos, y esta promesa siempre se mantiene infaliblemente. Quien
le busca, le encuentra; a quien llama, le abre y una vez encontrado, todo lo
demás pasa a segundo plano.
Cuando
el objeto de nuestra oración es el don bueno por excelencia, lo que Dios mismo
quiere darnos sobre todas las cosas – el Espíritu Santo -, es necesario
protegerse de un posible engaño. Nosotros estamos llevados a concebir el
Espíritu Santo, más o menos conscientemente, como una ayuda potente de lo alto,
un soplo de vida que viene a reavivar agradablemente nuestra oración y nuestro
fervor, a volver eficaz nuestro ministerio y fácil llevar la cruz. Has orado de
esta manera durante años para tener tu Pentecostés y te parece que no se
ha movido ni un soplo de viento. Nada de todo lo que esperabas ha sucedido.
El
Espíritu Santo no se da para potenciar nuestro egoísmo. Mejor mira alrededor.
Quizás todo ese Espíritu Santo que pedías para ti, Dios te lo ha concedido,
pero para los otros. Tal vez la oración de otros en torno a ti, por tu palabra,
se ha renovado y la tuya ha seguido adelante chapurreada como antes; otros han
sentido traspasado el corazón, han sentido la compunción y llorando se han
arrepentido, y tú sigues todavía ahí pidiendo precisamente esa gracia.
Deja
libre a Dios; hazte honor de dejar a Dios su libertad. Éste es el modo que él
ha escogido para darte su Santo Espíritu y es el más bello. Tal vez algún
apóstol, el día de Pentecostés, viendo a toda aquella multitud arrepentida dándose
golpes de pecho, traspasada por la Palabra de Dios, tal vez, digo, no había
sentido envidia y confusión, pensando que también él todavía no había llorado
por haber crucificado a Jesús de Nazaret. San Pablo, que en la predicación era
acompañado por la manifestación del Espíritu y de su poder, pide por tres veces
ser liberado de su espina en la carne, pero no fue escuchado y tuvo que
resignarse a vivir con ella para que se manifestase mejor el poder de Dios (cf
2 Cor 12, 8 s).
En
la Renovación Carismática la oración se manifiesta de una forma nueva respecto
al pasado: la de la oración en grupo o el grupo de oración. Participando en
ellos se comprende lo que quería decir el Apóstol cuando escribe a los Efesios:
“llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y
cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando
gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor
Jesucristo” (Ef 5,18-20). Y de nuevo: “siempre en oración y súplica, orando en
toda ocasión en el Espíritu” (Ef 6,18).
Nosotros
conocemos sólo dos tipos fundamentales de oración: la oración litúrgica y la
oración privada. La oración litúrgica es comunitaria, pero no es espontánea; la
oración privada es espontánea pero no es comunitaria. Son necesarios momentos
en los que se pueda orar espontáneamente, como dicte el Espíritu, pero
compartiendo la propia oración con otros, poniendo en común los diversos dones
y carismas y edificándose cada uno con el fervor del otro; poniendo en común las
diversas “lenguas de fuego” de manera que formen una única llama. Es necesaria,
en resumen, una oración que sea espontánea y comunitaria a la vez.
Tenemos
un ejemplo magnífico de esta oración “carismática”, espontánea y comunitaria a
la vez, en el capítulo cuarto de los Hechos. Pedro y Juan, liberados de la
cárcel con la orden de no hablar más en el nombre de Jesús, regresan a la
comunidad y ésta se pone a orar. Uno proclama una palabra de la Escritura (“Los
reyes y magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido”), otro
tiene el don de aplicar la palabra a la situación del momento; es como una
“sublevación” de fe que da la osadía de pedir “sanaciones, signos y prodigios”.
Al final se repite lo que había sucedido en el primer Pentecostés “todos
quedaron llenos del Espíritu Santo” y siguieron predicando a Cristo “con
valentía”.
Un
don especial a pedir al Espíritu Santo, con ocasión de la renovación y de la
unificación de los organismos de servicio, es el que revive la maravilla de
aquellos primeros grupos de oración carismáticos en los que casi se respiraba
la presencia del Espíritu Santo, y el señorío de Cristo no era una verdad
solamente proclamada sino experimentada casi tangiblemente. No olvidemos que el
grupo de oración o la oración en grupo es el elemento básico que une entre sí
tanto a la realidad de los grupos de oración como la de las fraternidades
carismáticas.
Con
cada una de las formas de oración mencionadas se puede participar en la cadena
de oración en preparación de Pentecostés. A quien ama la oración litúrgica, le
sugiero que repita más veces al día, a elegir, una de las siguientes
invocaciones al Espíritu Santo que está en uso en la liturgia, sabiendo que se
une así a las innumerables filas de creyentes que la han pronunciado antes que
nosotros:
“Ven,
Santo Espíritu, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor”. (A los que todavía les gusta orar con la fórmula original
latina: “Veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium et tui amoris
in eis ignem accende”). O bien: “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de
la tierra”. O bien: “Ven, Espíritu Creador, visita las almas de tus fieles
y llena con tu divina gracia, los corazones que Tú creaste”.
A
los hermanos y a las hermanas de lengua inglesa les sugiero que repitan, a
solas o en el grupo, las palabras de ese canto que hemos recibido de los
hermanos pentecostales y que ha acompañado a millones de creyentes en el
momento de recibir el bautismo en el Espíritu Santo (cambiando el singolare
“me” por el plural “us”): “Spirit of the living God, fall afresh on me:
melt me, mould me, fill me, use me. Spirit of the living God, fall afresh on
me”.
En
mi libro del comentario al Veni Creator he escrito yo también una invocación al
Espíritu Santo. La comparto con mucho gusto en este momento con quien se sienta
inspirado:
“¡Espíritu
Santo, ven!
¡Ven
fuerza y dulzura de Dios!
¡Ven
tú que eres movimiento y quietud al mismo tiempo!
¡Renueva
nuestro valor,
llena
nuestra soledad en este mundo,
infúndenos
la intimidad con Dios!
Ya
no decimos como el profeta: ‘Ven de los cuatro vientos’,
como
si no supiéramos aún de dónde vienes;
nosotros
decimos:
‘¡Ven
Espíritu que sales del costado traspasado de Cristo en la cruz!
¡Ven
de la boca del Resucitado!’”.
Raniero Cantalamessa
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