Es sano
llorar. Es una gracia que Dios me da para no vivir cerrado en mis sentimientos
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Photo by Aliyah Jamous on Unsplash |
Siempre,
al recorrer los días de Pascua, queda suspendida en mi alma una pregunta: «Mujer,
¿por qué lloras?». Jn
20,11. María Magdalena llora porque
no encuentra el cuerpo de Jesús, a quien tanto ama. Llora por el dolor de la
pérdida. Llora la muerte de Jesús y su ausencia. El llanto precede a la alegría.
Dos veces le hace Jesús la
pregunta. Y al final la llama por su nombre: «María». Seguro
que en ese momento María lloraría de alegría, de emoción. Lágrimas vertidas por
amor. El corazón llora.
El otro día un niño le
preguntó a su madre: «Mamá, ¿la
composición química de las lágrimas de tristeza y de alegría es la
misma?». A ella le sorprendió la pregunta. No la tomó muy en serio.
Hasta que decidió investigar. Y descubrió algo distinto.
Rose-Lynn Fisher descubrió
la diferente topografía de las lágrimas vistas al microscopio. Dependía de su
origen. Por tristeza o alegría. O simplemente producidas por un elemento
externo. Me quedé pensando en las lágrimas. Y sus diversos orígenes.
Dicen que es un don llorar.
Y no una cruz como algunos sienten. Porque en el llanto, en las lágrimas, soy
capaz de verter mi dolor, mi alegría, mi tensión, mi rabia, mi angustia. Mis
emociones se derraman en un mar de lágrimas.
Creo que es un don llorar. Abrir
el canal que deja salir el mar profundo de mi alma. Sufro cuando lloro. Río
cuando lloro. Amo cuando lloro. Deseo cuando lloro. Esas lágrimas expresan lo
que hay en mi interior. A veces asustan porque tiendo a interpretarlas cuando
soy testigo. No quiero juzgar las lágrimas.
Simplemente pregunto como
Jesús: «¿Por qué lloras?». La
pregunta despierta una respuesta desde lo más hondo del alma. El llanto siempre
es verdadero. Dejo salir el alma en lágrimas. Expreso en ellas el mundo de
sentimientos que tengo dentro.
Es
sano llorar. Es una gracia que Dios me da para no vivir cerrado en mis
sentimientos.
Porque siento. Y siento con fuerza. Con hondura. Y necesito que las lágrimas
broten con frecuencia. Para aligerar el peso. O expresar con más claridad todo
lo que siento.
Siempre que me adentro en el
alma y trato de expresar lo que vivo por dentro, lloro. Y mis lágrimas no son
de pena, son del alma. Porque lo importante en mi vida va cargado de emoción. Y
lo que no me importa, no trae lágrimas consigo.
Quisiera ser más empático
con el que sufre. Acercarme de rodillas al que llora, como lo hace Jesús con
María: «La empatía es la aventura de
capturar la emoción o sentimiento implícitos de otro individuo y hacerlo
resonar de tal modo que lo que se le dice sea lo que el otro está precisamente
sintiendo. La empatía está dirigida a los sentimientos del otro, a su mundo
implícito».
Quiero acercarme con respeto
infinito a las lágrimas que veo. Sostenerlas con mis silencios. Guardarlas con
mi mirada. No quiero que dejen de fluir. No pretendo calmarlas. Son la
expresión más bella de sentimientos hondos para los que no bastan las palabras.
Se quedan cortas. No sirven.
Para poder entender las
lágrimas tengo que callar más y preguntar menos. O como Jesús, simplemente llamar por su nombre
al que llora. Para que sepa que estoy ahí, aguardando, velando su dolor, su
tristeza o su alegría. Como un guardián que ama, sostiene y cuida. Le pido a
Dios que me regale a mí lágrimas que dejen salir de mi interior emociones
guardadas.
Comentaba el Papa Francisco
sobre las lágrimas de la Virgen María: «Han
traído de Siracusa la reliquia de las lágrimas de la Virgen. Hoy están aquí,
recemos a la Virgen para que nos dé a nosotros y también a la humanidad, que lo
necesita, el don de las lágrimas, que nosotros podamos llorar: por nuestros
pecados y por tantas calamidades que hacen sufrir al pueblo de Dios y a los
hijos de Dios».
Y le pido a María ese don de
lágrimas que dicen dejó ciego a S. Francisco, de tanto llorar por ver a Jesús
sufriendo. Y yo quiero llorar por tantos que sufren. Por los que están solos,
heridos, moribundos, abandonados, rotos.
Quiero llorar por los que
han hecho el mal y no se arrepienten. Por tantas injusticias, atentados,
asesinatos. Llorar con lágrimas de dolor por el hijo menor que se aleja de Dios
y no regresa. Llorar como una madre por su hijo perdido.
Dice el Papa en otra
ocasión: «El mundo nos dice: la alegría, la
felicidad, la diversión, esto es lo hermoso de la vida. Ignora, mira hacia otra
parte, cuando hay problemas de enfermedad, de dolor en la familia. El mundo no
quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas. Sólo la
persona que ve las cosas como son, y llora en su corazón, es feliz y será
consolada».
Quiero ese don de lágrimas
que me haga compasivo y capaz de sentir dolor con el que sufre y alegría con el
que está alegre. Un don que me deje ciego de tanto verter lágrimas por el dolor
del hombre. No quiero esconder el sufrimiento. No quiero huir de él.
Mis lágrimas tienen un valor
inmenso. Jesús me pregunta por qué lloro, seca mis lágrimas y me consuela. Y
deja que llore a su lado. Noto su abrazo
y su voz pronuncia mi nombre. Jesús me salva por dentro.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia