Campaña mundial hacia Pentecostés, una propuesta del nuevo
servicio único de la Renovación Carismática Católica
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Publicamos la segunda meditación que ha compuesto el padre Raniero
Cantalamessa O.F.M Cap., predicador de la Casa Pontificia, en preparación del
gran encuentro que el papa
Francisco presidirá, el 9 de junio, en el Vaticano con motivo de Pentecostés (www.charis.international).
La
meditación forma parte de la campaña de oración por la Iglesia lanzada por el
nuevo servicio único de la
Renovación Carismática Católica, creado por la Santa Sede, con el nombre de
Charis, en preparación de Pentecostés.
La
primera meditación del padre Cantalamessa, quien es también asistente eclesiástico de Charis, está disponible aquí.
* * *
En nuestro camino de preparación espiritual
para Pentecostés de 2019, hemos reflexionado sobre la importancia de la oración
para recibir el Espíritu. En esta segunda reflexión meditamos sobre la
importancia de la conversión.
En el Evangelio la palabra conversión
aparece en dos contextos distintos y se dirige a dos tipos diferentes de
oyentes. La primera está dirigida a todos, la segunda a aquellos que ya habían
aceptado su invitación y estaban con él desde hace mucho tiempo.
Aludimos a la primera sólo para comprender mejor la segunda que es la que más
nos interesa, en este período de transición en la vida de la Renovación
Carismática Católica.
La conversión que cambia
la vida
La predicación de Jesús comienza con las
palabras programáticas:
“El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena Nueva” (Mc 1, 15).
Antes de Jesús, convertirse significaba
siempre un “volver atrás” (el término hebreo, shub,
significa cambiar el rumbo, volver sobre los propios pasos).
Indicaba el acto de quien, en un cierto
punto de la vida, se da cuenta de que está “descaminado”. Entonces se detiene,
hace un replanteamiento, decide volver a la observancia de la ley y regresar a
la alianza con Dios. Hace un auténtico y verdadero “cambio de sentido”.
La conversión, en este caso, tiene un
significado fundamentalmente moral y sugiere la idea de algo penoso de cumplir: cambiar
los hábitos.
Éste es el significado habitual de
conversión en boca de los profetas, hasta Juan el Bautista incluido. Pero en
labios de Jesús este significado cambia.
No porque él se divierta cambiando el
significado de las palabras, sino porque con su venida las cosas han cambiado.
“¡El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca!”.
Convertirse
ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la
ley, sino que más bien significa lanzarse hacia delante y entrar en el reino, aferrar la salvación que ha llegado a los
hombres gratuitamente, por una iniciativa libre y soberana de Dios.
Conversión
y salvación se han intercambiado los lugares. No primero la conversión y luego,
como consecuencia de ello, la salvación, sino por el contrario: primero la
salvación, después, como exigencia de ella, la conversión.
No “convertíos y el Reino llegará entre
vosotros, el Mesías vendrá”, como andaban diciendo los últimos profetas, sino convertíos
porque el reino ha llegado, está en medio de vosotros. Convertirse
es tomar la decisión que salva, la “decisión del ahora”, como
la describen las parábolas del reino.
“Convertíos y creed” no significa por lo
tanto dos cosas diferentes y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡Convertíos,
es decir, creed! ¡Convertíos creyendo!
Todo esto exige una auténtica “conversión”, un
cambio profundo en la manera de concebir nuestras relaciones con Dios.
Exige pasar de la idea de un
Dios que pide, que ordena, que amenaza, a la idea de un Dios que llega con las
manos llenas para dárnoslo todo. Es la conversión de la “ley” a la “gracia” que
le gustaba tanto a san Pablo.
La conversión de quien ya
es cristiano
Escuchemos ahora el segundo contexto en el
que, en el Evangelio, se vuelve a hablar de conversión:
“En aquel momento se acercaron a Jesús los
discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?» Él
llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no
cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»” (Mt 18, 1-4).
Esta
vez, convertirse sí que significa volver atrás, ¡a cuando eras un niño! El mismo verbo utilizado, strefo, indica invertir el sentido de la marcha.
Esta
es la conversión de quien ya ha entrado al Reino, ha creído en el Evangelio y
lleva tiempo al servicio de Cristo. Es nuestra conversión, la de los que llevamos años, tal
vez desde el principio, en la Renovación Carismática.
¿Qué les sucedió a los apóstoles? ¿Qué es
lo que supone la discusión sobre quién es el más grande? Que la
preocupación mayor ya no es el reino, sino el propio puesto en él, el propio yo.
Cada uno de ellos tenía algún derecho para
aspirar a ser el más grande: Pedro había recibido la promesa del primado, Judas
la bolsa del dinero, Mateo podía decir que él había renunciado a más que los
otros, Andrés que había sido el primero en seguirlo, y Juan que habían estado
con él en el Tabor…
Los frutos de esta situación son evidentes:
rivalidad, sospechas, enfrentamientos, frustración.
Volverse niños, para los apóstoles,
significaba volver a cómo eran en el momento de la llamada a
la orilla del lago o en el mostrador de los impuestos: sin
pretensiones, sin derechos, sin enfrentamientos entre ellos,
sin envidias, sin rivalidad.
Ricos
sólo en una promesa (“Os haré pescadores de hombres”) y en una presencia, la de
Jesús. Volver al
tiempo en el que todavía eran compañeros de aventura, no competidores por el
primer puesto.
También para nosotros volverse niños
significa regresar al momento en el que tuvimos por primera vez una experiencia
personal del Espíritu Santo y descubrimos lo que significa vivir en el Señorío
de Cristo. Cuando decíamos: “¡Jesús solo basta!” y lo creíamos.
Me impresiona el ejemplo del apóstol Pablo
descrito en Filipenses 3. Descubierto Jesús como su Señor, él considera todo su
glorioso pasado una pérdida, una basura, a fin de ganar a Cristo y revestirse
de la justicia que deriva de la fe en él. Pero un poco más adelante sale con
esta afirmación:
“Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado
todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está
por delante” (Fil 3, 13).
¿Qué pasado? Ya no el del fariseo, sino el
del apóstol. Él ha intuido el peligro que corría de encontrarse con una nueva
“ganancia”, una nueva “justicia” toda suya, derivada de lo que había hecho al
servicio de Cristo. Él anula todo con esta decisión: “Me olvido del pasado me
lanzo hacia el futuro”.
¿Cómo no ver en todo esto una lección
preciosa para nosotros en la Renovación Carismática Católica? Uno de los muchos
eslóganes que circulaban en los primeros años de la Renovación – una especie de
grito de batalla – era: “¡Devolved el poder a Dios!”.
Quizá se inspiraba en el versículo del
salmo 68, 35 “Reconoced el poder de Dios” que en la Vulgata se tradujo con “Restituid
(reddite) el poder a Dios”.
Durante mucho tiempo he considerado esas
palabras como la mejor manera de describir la novedad de la Renovación
Carismática.
La diferencia es que por un tiempo pensé
que el grito estaba dirigido al resto de la Iglesia y nosotros éramos los que
estábamos encargados de hacerlo resonar; ahora pienso que está dirigido a
nosotros que, quizás sin darnos cuenta, nos hemos apropiado en parte del poder que
le pertenece a Dios.
En vista de un nuevo comienzo de la
corriente de gracia de la Renovación Carismática, es necesario “vaciar los
bolsillos”, empezar de cero, repetir con una profunda
convicción las palabras sugeridas por el mismo Jesús: “Somos siervos inútiles;
hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17,10).
Hacer nuestro el propósito del Apóstol: “olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que
está por delante”. Imitemos a los “veinticuatro ancianos” del Apocalipsis que
“arrojan sus coronas delante del trono diciendo: ‘Eres digno, Señor y Dios
nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder’” (Ap 4,10-11).
Sigue siendo actual la palabra de Dios
dirigida a Isaías: “Pues, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo
reconocéis?” (Is 43, 19). Bienaventurados nosotros si permitimos a
Dios renovar lo que tiene en mente en este momento para
nosotros y para la Iglesia.
Mi sugerencia para la cadena de oración:
repetir muchas veces durante el día una de las invocaciones dirigidas al
Espíritu Santo en la secuencia de Pentecostés, aquella que cada uno siente que
responde mejor a su necesidad:
Riega
la tierra en sequía,
sana
el corazón enfermo,
lava
las manchas, infunde
calor
de vida en el hielo,
doma
el espíritu indómito,
guía
al que tuerce el sendero.
Raniero Cantalamessa
Fuente:
Aleteia