Estamos
unidos ella y yo, de una forma sagrada, por un hilo invisible que Dios sostiene
Miro conmovido el amor de una madre. Miro su
entrega, su cuidado. Miro su verdad y su paciencia. La miro a ella en el jardín
de mi infancia, de mi vida. Llena de recuerdos.
¿Qué tiene
ese corazón de una madre que se ata al mío, que soy su hijo? Estamos unidos
ella y yo, de una forma sagrada, por un hilo invisible que Dios sostiene. Leía
el otro día una reflexión que me dio qué pensar:
“Y llega un día en que te escuchas hablando
como ella, cocinando como ella, regañando como ella, cantando como ella,
enseñando como ella, escribiendo como ella, llorando como ella. Y con cada paso
vas entendiendo todo lo que alguna vez criticaste. Y entiendes los límites, los
retos, las preocupaciones, los miedos. Y agradeces que estuvo ahí,
acompañándote de cerca, cuidando, vigilando. Y agradeces sus desvelos, sus
sacrificios, su tiempo. Llega un día en que te miras al espejo y la ves. Porque
unos meses estuvimos dentro de ella, pero ella siempre va a estar dentro de
nosotros”.
Pensaba en mi
madre. En su presencia constante. En sus luchas y renuncias. Pensaba en su
risa. En su capacidad para aguardar paciente mis ausencias. Para besar mis
sueños velando mientras dormía.
Vienen al
corazón sus palabras y sus silencios. Su mirada cómplice. Su cariño desmedido.
Brotan en mi memoria sus historias repetidas tantas veces. Sus tristezas y
alegrías.
Vienen al
corazón su paso firme, no muy rápido. Su capacidad para saborear un postre. Su
amor al chocolate. Su miedo al volante. Su disponibilidad para ponerse en
camino cuando había por delante una aventura. Sin mirar la hora. Sin guardar
los tiempos.
La miro feliz en casa, haciendo hogar con su presencia. La veo abrazarme cuando más la necesitaba
y sostenerme cuando yo solo no me valía. Y yo retenía su mano, siendo niño,
siendo hombre. Y ella se dejaba la vida junto a mí, para que no
estuviera solo.
Recuerdo sus
lágrimas en mi ausencia. Y su deseo de compartir conmigo mis sueños y
proyectos.
Me detengo ante ella cuando ya no
controlaba su vida, queriendo hacerlo. Y entonces me pongo en sus zapatos para ser yo
madre, para cuidar sus miedos, para sostener sus pasos frágiles
que apenas avanzaban.
Ahora yo más
madre. Y ella ahora más hija. Y los dos caminando por un camino estrecho de la
vida. Con horizontes amplios y nostalgias infinitas.
Y sostengo
sus manos cansadas por el tiempo. De tanto cuidar, amar, vestir, vivir, curar,
velar. Sus manos firmes y suaves. Sus manos blancas, puras, llenas de
recuerdos. Y sostengo sus ojos azules que me hablan del cielo pintado sobre el
mar. El cielo de mi alma. El mar de mis anhelos.
Y navego por
ella como por mi historia santa. Recordando el día en que dejé alejarse su
último aliento. Era un día cualquiera, del mes de María.
El mismo día
en que Ella, mi otra Madre, vino a buscar a mi madre, para llevársela con Ella,
sin pedirme permiso. Ese mismo día en que vertí mil lágrimas, junto a ella,
sorprendido. Incontinente mi alma. Dejando escapar un río de nostalgias, y de
cielo azul en un suspiro eterno. En recuerdos que en cascada vertía mi corazón
herido.
¡Cómo olvidar
tanto cielo dibujado en su rostro! Ese último aliento. Esa última mirada. Ese
último abrazo sorpresivo…
Y ahora sí, al mirarme al espejo, la veo a ella. Sigue
viviendo. En el recuerdo sagrado que llevo dentro. Porque al fin y al cabo sé
que nunca me deja solo.
Y me enseñó
con su vida lo que Mía Couto dice en un poema: “Lo importante no es la casa donde vivimos.
Sino donde en nosotros, vive la casa”.
Y sé que ella
está en mí. Vive en mí. Porque es mi casa. Mi hogar más verdadero. Mi tierra
más profunda. La raíz de mi vida que nunca deja de
aventurarse en lo hondo de la tierra. De alargarse en lo más profundo del
cielo. De sumergirse en lo más sagrado del mar. En medio de mil recuerdos que
se sostienen en mi espejo. Mientras me miro en ellos y la veo a ella, dentro de
mí, cantando.
No sería yo sin esa vida vivida junto a
ella. Sin tanto amor derramado.
Ella sigue siendo en mí la misma niña que soñó Dios un día.
Guardo en mi
alma sus palabras sagradas. Sostengo en mi corazón su mirada tan pura. Y sé
que siendo niño, soy hijo. Y ella sigue siendo madre cuidando mis noches. Para
que no tenga miedo. Porque la llevo dentro. Y ella, no sé bien cómo, me lleva dentro de
ella, en algún lugar del cielo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






