Cambia la obediencia ciega por la obediencia familiar
No sé muy bien
si es de Dios todo lo que me piden. No sé si cuando obedezco a los hombres
estoy obedeciendo a Dios o son sólo planes humanos.
No sé si está
Dios presente cuando me dejo llevar por las voces que escucho en mi interior.
No sé si todas las voces son la suya o sólo llevan su firma algunas…
He escuchado a
menudo: “El que obedece no se equivoca”. Dándome a entender
que el que manda es el que puede cometer el error y no yo. Me parece confuso.
Esa mirada también me turba.
En la
serie AD, Anno Domini, el centurión romano Cornelio, cuando le
recriminan por haber matado a hombres inocentes por orden de Pilato,
simplemente exclama: “Sólo obedecí las órdenes. Así se ha extendido el
poder romano. Con hombres como yo que no cuestionan las órdenes”.
Un hombre que
no piensa por sí mismo. Que no pone en duda el valor moral de la norma. No
discute, sólo ejecuta las órdenes que le dan aunque supongan
la muerte de inocentes.
Yo no quiero
ser así. No quiero ser un robot, un autómata que espera órdenes
para actuar. Sé que el pecado en mi alma ha debilitado mi voluntad.
No soy dueño de muchos de mis actos.
No hago a
menudo lo que de verdad quiero hacer. Desobedezco a Dios en mi interior y a los
hombres que me rodean. No obedezco ciegamente. Me pregunto si
detrás de una orden, un consejo, una petición resuena o no el querer de Dios.
Leía el otro día:
“Los dos
últimos mandamientos dicen ‘no desearás’, lo cual parece hecho a propósito
para despertar profundamente el deseo. Lo prohibido atrae, mientras que la
virtud parece monótona y aburrida. Hablando de la vida eterna, Oscar Wilde, con
el punzante sarcasmo que le caracterizaba, observaba: – Prefiero el paraíso por
el clima, y el infierno por la compañía”[1].
Hacer el bien
parece más aburrido que desear lo que no me corresponde. La obediencia ciega a lo que Dios me pide como renuncia me parece
excesiva.
Obedecer va más
allá de normas concretas y negativas. Es el espíritu de la obediencia el
que quiero cuidar en mi interior. Leía el otro día:
“Obediencia es
aceptar con amor los acontecimientos de la vida como providencia. Las luchas y
desafíos, con confianza. El Espíritu Santo viene sobre nosotros. Dios no nos
mandará nada sin la gracia que necesitamos para vivirlo”[2].
Entiendo
entonces que mi vida está en las manos de Dios. Sólo Él sabe lo que a
mí más me conviene. Conoce mi alma herida y sabe por dónde tengo que
caminar para ser más feliz y pleno.
Obedecer lo que
me hace bien parece fácil. Lo complicado es darle el sí a aquello con lo que no
contaba.
Me abro al amor
que Dios derrama en mi alma aun cuando viene cubierto de espinas. La renuncia es
parte de la obediencia por amor. El sí a mi realidad como es, es un salto en el
vacío.
Me parece que
obedecer a Dios es sencillo cuando mis deseos coinciden con los suyos. Pero
cuando expresan prohibiciones mi corazón se turba. ¿Prefiero la compañía del
infierno?
Me vuelvo
limitado en mi entrega. Pobre en mi sí ante Dios que me pide que dé un salto de
fe y de amor. Comenta el padre José Kentenich:
Me gusta
esa obediencia familiar en la que puedo expresar lo que
siento, lo que veo. Mis reticencias, mis miedos.
Si no puedo
hablar, ¿cómo voy a obedecer como un cadáver? Una obediencia así me quita la
paz.
Una obediencia
en la que puedo ser yo mismo siempre es la del niño ante su padre. Dice
lo que piensa. Y al final puede obedecer con el corazón tranquilo.
Pero no se ha
guardado nada en su corazón. Es importante ejercer mi franqueza. No
quiero ser un soldado que no piensa, que no tiene opinión propia, que sólo
ejecuta lo mandado.
Quiero
mantenerme firme en mis valores, en mis criterios, en mi aspiración a la
santidad. No quiero dejar de lado todo lo que soy por obedecer
ciegamente.
Pero al mismo
tiempo quiero aprender a dar el sí a lo que me piden. Asumir lo que
me mandan, prohíben o animan a hacer o dejar de hacer.
Decía el Padre
Kentenich que la obediencia “no equivalía a debilidad,
sino que suponía una fuerza mayor, cumbre de una sana energía”[4].
Obedecer supone
un cambio de vida. Seguir caminos diferentes a los pensados. Obedecer el querer
de Dios oculto en las voces de los hombres.
No es débil el
que obedece. Hace falta tener un corazón fuerte para obedecer hasta las
últimas consecuencias.
Mi corazón
desea hacer sólo lo que desea. No quiere el mal que me hace sufrir. No anhela
dar la vida si conlleva sufrimiento.
Me da miedo no
obedecer por egoísmo y comodidad. Me refugio en la protección de mi zona
segura. Aquí estoy bien. Aquí soy yo mismo. Y no quiero que me cambien los
planes. No quiero obedecerle a Dios. No deseo obedecer a los que no conozco.
Jesús me mira y
confía en todo lo que puedo llegar a hacer.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia