El verdadero amor da lo que tiene y sueña con dar más, sin
querer guardar, ni manipular, ni abusar, ni exigir...
Mi corazón se alegra al poseer lo que amo. Al amar y saberme amado. Al retener y dejar
volar. El amor que enaltece y admira.
El amor que encuentra hogar y es hogar. El
amor mendigo de amor. El amor que da lo que tiene y sueña con dar más, sin
querer guardar, ni manipular, ni abusar, ni exigir. El amor que libera amando.
Ese amor es
el que desea mi corazón herido. Un amor más grande que yo mismo. Un amor que me
alegre el alma.
Sé también,
que el amor duele. Porque quizás el que no ama no teme perder. Y al perder no
sufre. Pero el que ama, el que echa raíces en la vida, ese sí sufre. Me
gustaría vivir como dice el Padre Kentenich:
“¡Si tuviésemos más esa conciencia de
criaturas, esa profundísima conciencia de dependencia de Dios, verían cómo,
incluso en el sufrimiento más grande, estaríamos siempre cobijados en el agrado
de Dios, vinculados a Dios!”[1].
Me reconozco
débil al sufrir, al perder, al no poder retener, al dejar ir. Miro a Jesús. Y
sé que lo que amo me lleva al cielo, de forma
misteriosa. Y al dejar ir soy más de Dios, y más del mundo en un simple
milagro.
Así vive el que sueña con vivir con Jesús a
cada paso. Es lo que deseo. Vuelvo a detener en Él mis ojos. En el lago, sobre
mi barca. Él sentado. O caminando hacia mí sobre las aguas. O con miedo en el
huerto.
Miro su
sonrisa burlona. Sus manos abiertas. Y sonrío. Va conmigo en medio de mis olas.
Y la paz vuelve a mi alma con su abrazo.
Me gusta
mirar a Jesús y ver su rostro, sus heridas. Me gusta verlo caído y luego
alzándose por encima de los hombres, victorioso.
Me gustan más
sus victorias que sus derrotas. Sus tardes cálidas de Galilea mucho más que la
frialdad del huerto alumbrado por la luna.
Me gustan más
sus palabras que detienen la arrogancia. Mucho más que sus silencios sumisos.
Admiro tanto sus sermones desde el monte que impactan mi corazón y me dan vida
eterna…
Me gusta
verlo llevando una oveja sobre sus hombros, portador de esperanza. Me arrodillo
ante su poder cuando vence al mal e impone como un rodillo su justicia.
Me conmueve
su misericordia, la de un rey grande que sabe mirar el corazón del pobre. Me
impresiona cómo en su corazón todos caben, sin distinciones.
El pecador y
el puro. El violento y el pacífico. El cumplidor y el irreverente. Todos tienen
hogar en sus entrañas.
Lo miro una y otra vez y elijo al Jesús
valiente en medio de tantos que buscan su muerte. Elijo sus victorias y las
cuento, una y otra vez, como el que cuenta dinero almacenando tesoros.
Pretendo
poseer toda su gloria en mis manos. Aunque sólo sea por un momento.
De vez en
cuando surge en mí el deseo de ser como Él. Y me veo predicando a las masas en
algún monte de Galilea. Escucho el eco de los aplausos. Y me creo hacedor de milagros.
Llevo cuentas
del bien que hago. Y olvido rápido mis despistes y errores. No importan mis
deficiencias. El mundo podrá perdonar mis imprudencias.
Me fijo tanto
en mi Jesús glorioso… Está erguido en mi
corazón como un hombre fuerte. Y parece decirme que espera lo mismo de mí. Que
nunca le falle. Que siempre esté a la altura. Que no cometa deslices. Que no
ensucie mi fama.
No sé si oigo
su voz o son sólo tentaciones mías. Me siento abrumado y débil al ver que ni mis
palabras, ni mis actos, ni mis silencios, ni mis gestos, son como los suyos.
¿Hará Él
milagros en mí cuando tanto se lo pido? Mi mayor peligro es creerme invencible. Mi
otro gran peligro es ser incapaz de levantarme después de mis fracasos y
caídas.
Los dos
peligros se alzan ante mí como dos banderas de derrota. La bandera de la vanidad me
lleva a dejar a Dios de lado y pensar que soy yo, que Dios me ha elegido.
La bandera de
la humillación me
hace desconfiar de mis fuerzas y no me deja atreverme a alzar de nuevo el
vuelo. No sé cuál de las dos banderas me gusta menos. Las quiero evitar. No las
deseo.
Miro a Jesús
que se detiene ante mí en medio de mi camino. Tantas veces no lo reconozco y
creo que voy solo caminando en mis pasos. Me dice al oído que no me
olvide de amar. Que es lo importante.
Le digo que me da
miedo, porque el amor duele. Y despierta sospechas. Y desconfianzas. Y me
insiste. Que ame. Que la vida se cuenta por el amor que
siembro. Y me olvide de la tentación de no amar que tienen tantos.
Pienso en la
alegría que da dejar espacio en el alma a
muchos corazones. El que ama se alegra. Comenta J. Piepper:
“La alegría es una exteriorización del
amor. La alegría es la respuesta al hecho de que alguien que ama reciba el
objeto de su amor”.
Amar sana mi alma. Sufrir la hace más
parecida a la suya.
Ya no temo. Jesús amó tanto… Y murió tan solo… Tanto sufrimiento al cortar el
hilo invisible y sagrado que lo unía con muchos.
Pienso en su
amor que me sostiene. El mío es pobre, tan mezquino. Siempre al amar parece que
pienso sólo en mí. En lo que yo pierdo. En lo que yo dejo. En aquello a lo que
renuncio.
Cambio la
mirada mirando a Jesús que quiere que lo ame con toda mi alma. Recuerdo las
palabras de santa Teresa de Jesús:
“Para mí la oración es un impulso del
corazón, una semilla tirada al cielo, un grito de agradecimiento y de amor
tanto en las penas como en las alegrías”.
Así quiero
aprender a rezar. Lanzando al cielo mi amor en un grito de agradecimiento. Por
tanto amor. Por tantas raíces. Por lo vivido. El corazón agradece y sonríe, es libre,
tiene más paz y más hondura.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia