Puedes tenerla incluso en el sufrimiento
Me dicen que
Dios quiere que esté contento siempre. Que sonría, que dé paz, que no me
altere. Me siento ante el precipicio de tantos imposibles.
¿Dios me quiere
menos en mi tristeza? No lo creo. Se conmueve con mis lágrimas. Y me abraza
cuando me pierdo.
Me gustaría
estar siempre bien. Pero no puedo. Dios quiere
que sea feliz, eso lo sé. En líneas generales.
Quiere que no
deje de soñar con las alturas y viva sin conformarme con lo que ya he
conseguido. Quiere cuidar mis sueños de aventuras.
Quiere que
confíe en lo que puedo llegar a ser cuando la semilla que hay en mi interior dé
fruto, dé hojas, dé tronco y ramas, dé flor. Y poco a poco llegue a ser la
mejor versión de mí mismo.
¿No es eso
acaso lo que consigue en el amado el amor del que ama? Saca su mejor
yo. Despierta sus fuerzas ocultas. Hace brotar vida donde antes estaba
todo dormido.
Sueño con una
vida plena y feliz. Sé que necesito una actitud positiva ante la vida. Decía el
tenista Rafael Nadal:
“No te quejas
cuando juegas mal, cuando tienes problemas, cuando tienes dolores. Pones la
actitud correcta, la cara correcta. Vas a la pista todos los días con la pasión
de seguir entrenando. Ese es el trabajo mental. Es algo que he hecho durante
toda mi carrera, no frustrarme cuando las cosas no han salido bien, no ser
demasiado negativo. Por eso he tenido siempre la oportunidad de volver”.
No quejarme. No
cambiar la cara. Sonreír. Volver a levantarme. No amargarme. No perder la
ilusión.
Es tan fácil
desilusionarse… La vida no es tan sencilla como pensaba siendo niño, joven
idealista. Entonces mis planes parecían perfectos trazados sobre un mar
inmenso.
Luego vinieron
las tormentas, las dudas, los fracasos, las desilusiones. Y perdí el camino.
¿Qué quiere Dios de mí?
Me dio miedo
arriesgar más de lo que tenía. Me aferré en mi bote de náufrago a mis últimas
posesiones. No quería soltarlas. ¿Y si las aguas se llevaban lo último que era
mío? Me negaba a dar la vida, a soltar el timón.
No me creo que
pueda caminar sobre las aguas. No confío en que mi voz logre apaciguar las
olas. Ni tampoco creo en pescas milagrosas.
La vida da
muchas vueltas, lo sé. Y sé que puedo estar más tarde donde tanto temía llegar.
O al revés, recuperar mi lugar soñado.
Intento
inventarme una historia preciosa para así alegrar mi corazón herido. Cuando
estoy triste. Una historia de aventuras. De buenos y malos. De victorias
heroicas.
Sueño despierto
mirando el cielo abierto. Apenas algunas nubes enturbian mi futuro. Deseo la
felicidad plena. La alegría dibujada en mi rostro.
Miro a Jesús
que me mira conmovido. Él quiere que yo sea feliz. Quiere que me levante
después de cada caída. Su mirada me salva, me sana. Me asustan las palabras de
Santa Teresita:
“He encontrado
la felicidad y la alegría en la tierra, pero únicamente las he encontrado en el
sufrimiento, pues he sufrido mucho”[1].
Su sufrimiento
fue fuente de felicidad. No estoy acostumbrado a esa vivencia. No lo
entiendo. Asocio la felicidad a poseer para siempre y sin pausa el bien que más
amo y deseo.
Pero esa es
sólo una parte de la felicidad que el mundo me insinúa. Hay una
felicidad más profunda. La que va unida a los sentimientos de Jesús.
La felicidad
del que da es mayor que la del que recibe. La
felicidad del que entrega la vida por amor. Sin esperar nada a cambio.
La sonrisa de
la madre abrazada a su hijo herido. La alegría del que se entrega para liberar
a los que ama. La mirada pacífica de Jesús alzado en lo alto de un madero.
¿Cuándo
aprenderé a entender el misterio del amor crucificado? No sé si será tarde para
cambiar mi vida.
Sólo espero que
sufriendo pueda sonreír. Sin quejarme al ver
continuamente mis límites que me paralizan. La actitud correcta ante la vida.
La cara positiva.
¡Qué fácil es
quejarme cuando me creo el centro del universo! Nadie sufre tanto como yo,
pienso. A nadie le van tan mal las cosas. Sólo yo he tocado la cruz y el dolor.
Sólo yo, que estoy enamorado de la vida.
Si lograra
descentrarme… Miro a las personas en función de lo que me dan. Me sirven. Me
aferro a ellas. Soy yo el centro. Ellos un faro, o una luz. Y soy feliz si no
las pierdo. Infeliz si no están.
Miro a Jesús
clavado en un madero. Sonríe levemente. O al menos así lo veo. Me parece
imposible. Su mirada me hace soñar con lo que aún no tengo. Si lograra
soñar con las cumbres más altas.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia