Déjate
consolar por el Espíritu cuando estás sufriendo
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Jesús me dice que no tengo que saber yo el momento
en el que va a actuar:
“No os
toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido
con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis
fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta
los confines del mundo”.
Me gustaría
comprender esto en sus consecuencias. No soy dueño yo del tiempo, ni del momento.
No decido yo cuándo y de qué manera se va a manifestar la misericordia de Dios.
Él es el
Señor del tiempo. Él sabe lo que me conviene. Yo sólo quiero ser enviado en su
Espíritu. Dios sabe cuándo ocurrirá lo que ahora me inquieta.
Me gusta mirar a Jesús sin pretender
saberlo yo todo. No me toca a mí conocer sus momentos, sus planes. No soy yo el
que decide cuándo comienza su reino. Es Él con su lógica para mí tan
incomprensible. Les pide a los discípulos que se queden donde están sin cambiar
nada:
“No os alejéis de Jerusalén; aguardad que
se cumpla la promesa de mi Padre, de la que Yo os he hablado. Juan bautizó con
agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo”.
Tienen que esperar la venida del Espíritu Santo:
“Yo os enviaré lo que mi Padre ha
prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza
de lo alto”.
Pero no saben
cómo será. Eso siempre me conmueve. Esperan sin saber nada. Aguardan sin
comprender. Tienen que estar allí en aquel cenáculo que ya no es hogar. Porque
Jesús se ha ido al cielo.
Pero no
quiere Jesús que se queden tristes mirando al cielo:
“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados
mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir
al cielo volverá como le habéis visto marcharse”.
Jesús me ve a
mí también triste mirando al cielo.
Ante sucesos difíciles en mi vida, ante lo
incomprensible, me quedo paralizado, quieto mirando al cielo. Me quedo absorto,
atormentado por mis angustias y temores. Me quedo apresado en mi tristeza y no miro más lejos.
Jesús volverá, pienso, pero no sé cuándo.
Escucho en mi corazón su voz que es un susurro. No quiero temer. No voy a estar solo. El
Espíritu Santo llenará mi corazón inquieto, vacío, eso lo
sé.
A menudo,
cuando estoy triste y no logro salir de mi corazón turbado, su Espíritu me
calma. Me gustan las palabras del padre José Kentenich:
“Si en
el sufrimiento sólo vemos la tristeza, el dolor, no lo resistimos. Dios
quiere que, a través del sufrimiento, nos desengañemos de las cosas a fin de
que nuestra alma se dirija hacia aquello para lo cual ha sido creada: para que
vuele hacia sus brazos.
El sufrimiento duro y abundante debe prepararnos para la unión con Dios y
educarnos cada vez más para Dios”[1].
El sufrimiento me ata al cielo. Me poda como a la viña, para que dé fruto. Y
dentro de mi corazón resuena con fuerza mi último deseo: prefiero el paraíso.
No me aferro a lo que pierdo. Lo dejo ir.
Sin tristezas. Porque
el demonio es el que quiere que permanezca atado a mis angustias y miedos.
Quiere que esté desasosegado. Quiere que pierda las fuerzas y el ánimo. Porque
así soy poco eficaz.
El corazón
alegre sale con ilusión a llevar alegría a los hombres y no teme las
dificultades. El corazón triste se encierra en su melancolía y vive sin
esperanza, anclado en sus miedos. No quiero vivir así.
Quiero que la
alegría acabe con la tristeza que provoca en mí la ascensión de Jesús al cielo. No
tengo que temer nada porque Él va a volver a quedarse en mi vida para siempre.
Su promesa
pascual cobra nueva vida dentro de mí. Es necesario que parta, que suba al cielo,
para que me envíe su Espíritu Santo que me hará
comprenderlo todo y me llenará el corazón de paz.
En ocasiones creo que me aferro a personas,
a cosas, a rutinas, a lugares. Me aferro a mi hogar,
a mis sueños, porque me dan seguridad.
Mi alma clama por poseer un lugar seguro en
la tierra. Me dan miedo la soledad y el abandono. Tengo miedo a vivir sin raíces.
Me siento
como esos discípulos encerrados en el cenáculo porque Jesús ha ascendido ante
sus ojos. ¿En quién van a creer ahora?
Jesús quiere que se ensanche mi corazón. Quiere que el dolor me haga más de Dios.
Más libre. Más maduro. Más pleno.
Me siento
como los discípulos cuando me enfrento a mis pérdidas, a las ausencias de seres
queridos que ya han partido. Han ascendido al cielo y han dejado un vacío
infinito en mi alma, en mi vida. Nada lo puede llenar.
Ese dolor me
entristece. Por eso miro hoy a Jesús buscando consuelo. Y sus
palabras me llenan de luz. Tengo que seguir esperando, pero con
una sonrisa en el alma.
Alejo de mí los pensamientos negativos y
las quejas. Prefiero el paraíso,
me lo repito mil veces en el alma. Claro que sí. Que no se turbe mi corazón al
mirar al cielo.
Sólo tengo
que confiar y saber que Jesús va a hacer todo nuevo en mi alma. Va a
limpiar mis tristezas y egoísmos. Va a hacerme más libre.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia