Si creo
que es imposible, dejaré de luchar antes de tiempo
Jesús ha estado predicando al pueblo. Está
oscureciendo. Todos están cansados y tienen hambre. Los discípulos entonces
aconsejan lo razonable:
“Despide
a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento
y comida, porque aquí estamos en descampado”.
Mejor que
cada uno vaya a su casa. Así podrán descansar y comer. Es lo más lógico. ¿Por
qué no hacer eso? A menudo tengo claro lo que deberían hacer los otros. Tengo
claro los pasos a seguir. Aconsejo con rapidez. Opto por lo sensato. Es lo que
de verdad importa. Lo elijo.
Pero Jesús
hoy me pide la mayor insensatez. Jesús les dice a los
discípulos que hagan lo imposible: “Dadles vosotros de comer”.
Me pide que me
ponga manos a la obra para llevar a cabo una empresa imposible.
Dar de comer a miles. Salvar la vida de tantos.
Siempre me ha
impresionado esta escena. Me asombra que Jesús me pida lo que no
puedo hacer. Como si yo pudiera. Tal vez confía más en mí de lo que yo confío.
O cree en mis capacidades ocultas.
Tengo claro lo que es imposible, lo he aprendido. Sé lo que puedo hacer y lo
que no. La montaña que logro escalar y la que encuentro demasiado alta.
A veces me
han metido en el alma ideas que me limitan. Desde pequeño escuché: “Tú no
puedes hacerlo”. Y me lo he acabado creyendo con el paso del
tiempo.
Quiero creer
que puedo para ponerme manos a la obra. Si creo que es imposible, dejaré de luchar
antes de tiempo. Comenta la sicóloga Mirta Medici:
“Que
tengas el suficiente amor propio para pelear muchas batallas, y la humildad
para saber que hay batallas imposibles de ganar por las que no vale la pena
luchar. Que no te permitas los no puedo y que reconozcas los no quiero”.
Quiero llegar
más lejos, más alto, más dentro. Quiero ser capaz de lo que ahora me parece
inalcanzable. Tantas veces me limito. Pienso que no se puede lograr y no lo
intento.
Es que no
quiero probar el sabor amargo de la derrota. O el aspecto bochornoso del que
fracasa. Quiero triunfar siempre y me pongo metas posibles.
Para no desanimarme con las derrotas.
Pero ya no
sueño. No confío en cambiar el mundo. Ni a las personas. No
creo en el poder imposible del Espíritu Santo en mi vida. Creo
sólo en lo que mis manos tocan, hacen, alcanzan. Lo posible me parece más
verdadero que lo inalcanzable. ¿Para qué creer en lo que no se puede hacer?
Hoy Jesús me
pide que dé yo de comer a miles de hombres que tienen hambre. Quiere que cambie
el rostro de este mundo que me cuesta y pesa muchas veces.
Quiere que
recorra caminos imposibles, rutas escondidas. Quiere que descubra sendas nuevas
y me arriesgue. Quiere, como leía el otro día, que llegue a “entender
que por nosotros mismos no somos ni podemos nada. Abandonarnos en una total
confianza en Dios para quien nada es imposible, apoyándonos por la fe en su
misericordia y su fidelidad”[1].
Quiero aprender
a confiar más.
Esa palabra que escucho tan a menudo y se me atraganta en el alma. Confiar
significa dejar hacer. O hacer convencido de que la victoria final es de Dios,
no mía: “Hago
lo que puedo, lo demás lo dejo en tus manos”[2].
Esa forma de
vivir la vida me da paz.
Es poco lo
que puedo hacer. Y siento que mi voz, mi gesto, mi vida, traspasan los límites
de mi carne en la fuerza del Espíritu. ¿No lo he visto tantas veces?
Mi orgullo en
ocasiones me hace creer que he sido yo. Que mis manos han hecho el milagro. Han
dado de comer a muchos. He sido yo el que ha tocado la vida y todo es nuevo.
Soy yo y no soy yo al mismo tiempo. Tengo que querer y ponerme en camino.
Tengo que hacer lo que puedo. Tengo que comenzar a andar y los siguientes
pasos caerán lentamente sobre el camino.
Hay que dar
el primer sí, el golpe decisivo. Ese es el que quiero dar. Me pongo manos a la
obra. ¿Cuántas cosas imposibles se abren ante mí?
Pienso en lo
imposible que es vivir plenamente un camino de santidad. Es imposible superar
mis debilidades cada vez que caigo en mi pecado.
Me duele mi
fragilidad para enfrentar la vida y alegrarme de todo lo que Dios me regala.
Dios cuenta conmigo para cambiar este mundo que necesita amor. Cuenta con lo
poco que yo tengo.
Los
discípulos son conscientes de lo poco que tienen: “No tenemos más que cinco panes y dos
peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío”.
Cuentan los
panes y los peces y ven que no basta. Hacen cálculos humanos, como yo, que soy
prudente. Es más sensato mandarlos a casa.
Mi sensatez
me dice que no puedo darles de comer. Miro a mi alrededor y veo tanta hambre de
Dios, de amor, de plenitud. Veo tanta sed, tantas enfermedades del alma.
¿Qué puedo
hacer yo que también tengo sed de hogar, de paz, de amor? ¿Qué
puedo darles yo si también soy un mendigo de misericordia? Mis
panes, mis peces.
Los cuento
una y otra vez pensando que van a aumentar con el paso del tiempo. Pero no es
así. Son pocos. No soy mejor que antes. No tengo más que antes. Son los mismos
panes, los mismos peces. Toco mi miseria y mi pobreza. Palpo
mi indigencia y me conmuevo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia